Vaya por delante mi agradecimiento a los que ayer cumplieron con su deber como miembros de las mesas electorales y a los que organizaron las cosas para hacer que estas elecciones fueran seguras. La realidad es que he ejercido mi derecho al voto sintiéndome mucho más protegida de lo que me sentí el sábado cuando fui al mercado de Galvany en el barrio de Sant Gervasi a hacer la compra semanal. Algo de razón debía tener el tribunal que dictaminó que sí, que las elecciones catalanas debían y podían celebrarse aunque estuviésemos sumergidos en esta infernal  pandemia.

Lo niego todo incluso la verdad: con esa actitud canallesca que le caracteriza describe el maestro Sabina, en su último disco, la realidad vital que se le pueda achacar. A mí también me gustaría negar la realidad de que la ciudadanía catalana no ha castigado a los partidos independentistas que, de manera reiterada, han mentido  y manipulado la realidad para apelar a los sentimientos  y a las ilusiones de una falsa Ítaca.

Desde que Aznar ganó las elecciones en 1996 me apliqué la máxima que la democracia, la verdadera democracia, la única que realmente puede llamarse democracia, es aquella que pasa por aceptar que, cuando gana aquél que a ti te repele, aceptas, acatas y asumes que, a pesar de tu contrariedad, éste es el mejor de los sistemas políticos que deben regir un país. Se trata de eso: de aceptar los resultados que no nos gustan.

Aceptemos pues, mal que nos pese a algunos, el mantenimiento inquebrantable de la voluntad independentista en Cataluña y de esta nueva y robusta presencia de la extrema derecha que viene quizás también para quedarse más de lo que nos gustaría.

Nos queda un consuelo aplicable a unos y a otros: si Vox que entra ahora con ímpetu pretende aplicar ideas programáticas ajenas a la Constitución será la propia Constitución, igual que hizo con los líderes independentistas que se la saltaron, esa misma Carta Magna respetuosa con los derechos fundamentales, la que, con la contundencia que toca, se lo impedirá.

El resultado de ayer nos muestra que habrá que dejarse de vetos y prejuicios apriorísticos para no caer en otro bloqueo de la gestión diaria. Porque hasta ahora lo que han demostrado los partidos que han gobernado la Generalitat es que proclaman que quieren mucho a Cataluña como un objeto intangible pero son incapaces de querer a los catalanes. Quizás deberían empezar a querer un poquito menos la independencia de Cataluña para poder ocuparse y trabajar para mejorar un poquito más la gestión del día a día de la vida que viven, sufren y padecen todos  los catalanes.

Sería algo como aquello del maltrato familiar: quiéreme menos pero quiéreme bien.