Algo más de cuatro años después de los hechos de septiembre y octubre de 2017, el independentismo anda desconcertado y desorientado. Conserva la mayoría parlamentaria obtenida en las elecciones de febrero, aunque debilitada por la negativa de la CUP a apoyar los Presupuestos de la Generalitat, pero el clima político que se respira en la calle indica que el procés como mínimo está moribundo.

La división entre los dos principales partidos independentistas, ERC y Junts per Catalunya, se ha convertido ya en una constante de la política catalana, entre otras razones porque Esquerra supo desde muy pronto sacar lecciones del fracaso de 2017 y ensayó una estrategia basada en el diálogo con el Gobierno de Pedro Sánchez y en el aprovechamiento de las condiciones realmente existentes para gobernar la autonomía. Junts, por el contrario, sigue la consigna de la “confrontación con el Estado” lanzada desde Waterloo por Carles Puigdemont y se sirve de cualquier excusa para reprochar a ERC su política de pactos, ya sea con el Gobierno o con los comunes, como ha ocurrido con los presupuestos.

Junts es además un partido dividido al menos entre dos alas a las que solo une el liderazgo de Puigdemont y la reivindicación de la independencia, pero en su interior conviven los restos de la Convergència de derechas, con democristianos y liberales, y sectores procedentes de la izquierda. Estas dos facciones han aparecido en la reacción del partido a la aprobación de los presupuestos con En Comú Podem.

Mientras algunas figuras como el vicepresidente, Jordi Puigneró; la consellera de Universidades, Gemma Geis, y el conseller de Economía, Jaume Giró, priorizaban tener presupuestos para acompañar la recuperación económica, otros dirigentes como Elsa Artadi, Joan Canadell y la portavoz en el Congreso, Míriam Nogueras, expresaban su enfado por el pacto con los comunes y reprochaban al president Pere Aragonès no haber hecho el mismo esfuerzo para ponerse de acuerdo con la CUP que el que hizo para alcanzar un acuerdo con En Comú Podem. Y en medio se encuentra el secretario general, Jordi Sànchez, criticado por ambos bandos.

Jordi Sànchez es un ejemplo de la situación actual del independentismo. En un acto de la Assemblea Nacional Catalana (ANC) que presidió, celebrado hace unos días en Girona, admitió que el independentismo estaba cansado y desorientado y reconoció que actualmente carecía de una hoja de ruta como la que tenía antes del desenlace de 2017.

Las conversaciones para rehacer la hoja de ruta van muy lentas, dijo, según El Confidencial: “Nunca llegamos al meollo de la cuestión porque nos da miedo. Porque, si llegamos al quid de la cuestión y vemos que no hay recorrido, hay que volver a empezar o decretar el acta de defunción”. Sànchez aseguró que habrá que “hacer alguna cosa todavía más potente que el 1-O” para “forzar una confrontación con el Estado”, pero no ve otra salida en la vía de la independencia que una futura quiebra del Estado por una crisis económica, exceso de deuda y colapso de las pensiones. En ese caso, cree que la Unión Europea podría apoyar una Cataluña independiente.

Una visión que no abandona el romanticismo ni el alejamiento de la realidad porque, de hecho, si Cataluña tiene la posibilidad de ser algún día un Estado independiente lo que debería de producirse sería la implosión de la UE, y ni aun así es nada seguro que el Estado español aceptara su propia autodestrucción.

Aunque no lo digan públicamente, los dirigentes de ERC piensan también que la independencia no es posible a corto o medio plazo, y de ahí su cambio de estrategia para moverse mientras llega. Pere Aragonès sigue insistiendo en la mesa de diálogo y en cualquier acto en el que interviene en pedir la amnistía y el derecho de autodeterminación, pero sabe que no conseguirá esas reivindicaciones, igual que sabe que la independencia no se logrará en esta década, como pronosticó recientemente.

Esta falta de horizonte para el independentismo se refleja también en la encuesta de este año del Institut de Ciències Polítiques i Socials (ICPS), en la que el 52,9% de los catalanes consultados se pronuncia por permanecer en España frente al 39,4% que aboga por la independencia. A la pregunta de qué quiere que sea Cataluña, el 35,3% dice un Estado independiente; el 25,5%, una comunidad autónoma, y el 21,2% un Estado dentro de una España federal. Las dos opciones no independentistas se acercan al 50%.

Más significativo aún es el apartado sobre deseos y realidades. El 29,3% desearía una Cataluña independiente, pero solo el 8% lo cree posible. Únicamente el 9,8% de los votantes de ERC creen que la independencia se alcanzará, por el 16,1% del electorado de la CUP y el 29,4% de los votantes de Junts. Ni siquiera en las filas del independentismo irredento se alcanza el 30%. La mayoría de los encuestados quiere un acuerdo con el Estado para obtener más autogobierno (46,3%) y casi el mismo porcentaje (43,1%) cree que se conseguirá.