Si lo analizamos con perspectiva, el separatismo no ha hecho más que acumular derrotas estratégicas desde 2012 pese a que siempre haya logrado revalidar, e incluso ampliar el pasado 14-F, su mayoría absoluta en el Parlament. Como escribía acertadamente Manel Manchón el domingo pasado, de la independencia solo queda la retórica, ya que sus partidarios tienen hoy poca o ninguna esperanza de lograrla, según reconocen en todos los sondeos. El motivo de esta profunda desazón se encuentra en que desde finales de 2017 el movimiento secesionista carece de estrategia. Nadie, ni sus entidades civiles ni ninguno de sus partidos, sabe muy bien qué hacer ahora mismo porque todas las vías ensayadas no han sido más que una fuente de autoengaños. Todas las llaves maestras con las que sus líderes les aseguraban que iban a poder romper el principio de la unidad territorial española se han demostrado inútiles. Fijémonos. En una década han gastado la bala del referéndum, quemado la carta de la DUI, acatado el artículo 155 y evidenciado sin pretenderlo que superar la cifra mágica del 50% en votos en unas elecciones no desencadena absolutamente nada.

En 2012, Artur Mas y Oriol Junqueras pactaron celebrar una consulta soberanista que el Parlament convocó sin efectos jurídicos vinculantes para el 9 noviembre de 2014, pero que fue preparada como paso intermedio para unas elecciones “plebiscitarias” con las que poner la directa hacia la independencia. Pese al éxito político del 9-N, la cita con las urnas se demoró casi un año por culpa de la rivalidad entre ambos líderes, hasta el 27 septiembre de 2015. Junts pel Sí y la CUP lograron mayoría absoluta en el Parlament, pero el “autoplebiscito” les salió rana: la suma ambas listas se quedó bastante por debajo del 50% de los votos. Tras unos meses de mucha incertidumbre por el veto de los anticapitalistas a Mas, Carles Puigdemont fue elegido president con la voluntad de mantener en pie la hoja de ruta de los 18 meses.

Sin embargo, en poco tiempo se vio obligado a volver a la pantalla del referéndum ante la evidencia de que el salto al vacío era impracticable, pues nadie sabía cómo se hacia un proceso constituyente si todavía no se había alcanzado la independencia. Ante el riesgo de tener que acabar convocando nuevas elecciones, Puigdemont optó, en septiembre de 2016 por movilizar e ilusionar a los dos millones de independentistas con una yincana referendaria y convertirla en un reclamo de atención internacional a fin de poner contra las cuerdas al Estado español. La votación del 1-O fue sin duda la gran victoria del procés, con la que sus patrocinadores intentaron legitimar en la calle el golpe contra la democracia constitucional del 6 y 7 de septiembre en el Parlament. Pero fue un éxito fugaz, propagandístico, porque nadie en el mundo reconoció la validez de un referéndum ilegal, carente de garantías y convocado contra la otra mitad de los catalanes. Esa votación supuestamente vinculante, y que tan nefastas consecuencias ha tenido en términos penales para sus promotores, no sirvió de nada. La mayor prueba de su inutilidad es que el independentismo ya acepta, transcurridos tres años, que del 1-O no se derivó ningún mandato democrático. Solo en Junts per Catalunya y en Waterloo mantienen a ratos la retórica de que “se votó y se ganó”.

En 2017, los líderes del procés gastaron toda la pólvora del referéndum unilateral, pero es muy dudoso que esa carta se vuelva a utilizar en serio. En ERC ya reconocen que si no hay acuerdo con el Estado, hacerlo otra vez no serviría de nada. Pero no solo dispararon la bala del referéndum, sino que además quemaron la amenaza de la Declaración Unilateral de Independencia, que durante años habían invocado como el último peldaño que estaban dispuestos a escalar si el Estado no cedía a sus pretensiones. La DUI se formulaba como un instrumento letal (“Si España no nos da el referéndum que nos hemos ganado el derecho a celebrar, le haremos una DUI que se va a enterar”, venían a decir). Tras esa declaración unilateral, los ideólogos del procés afirmaban que la prima de riesgo española se dispararía, los acreedores exigirían cobrar, las presiones europeas para que Mariano Rajoy se sentara a negociar serían insoportables hasta el punto que España podría ser expulsada de la Unión Europa si se negaba a ello, etc. Tras la DUI ya no habría marcha atrás, llegarían los reconocimientos internacionales para la república catalana y el camino hacia la secesión estaría definitivamente abierto. Pues bien, el 27 de octubre de 2017, el Parlament votó una declaración de independencia que no reconoció absolutamente nadie y frente a la cual los únicos pronunciamientos, tanto en las cancillerías europeas como americanas, fueron para apoyar el principio de unidad territorial que consagra la Constitución española y el derecho internacional. El independentismo no solo quemó la DUI, sino que la ridiculizó con una declaración de mentirijilla, cobarde y vergonzosa, tras la cual los miembros del Govern huyeron. Y peor aún, cuando el Gobierno español aplicó horas después el ignoto artículo 155, nadie en la Generalitat se atrevió a desobedecer.

Pues bien, tras gastar la carta del referéndum, ridiculizar la DUI, rendirse al 155, ahora ha tocado destruir el mito de superar el 50% en votos. El 14F los partidos independentistas parlamentarios y extraparlamentarios recogieron poco más del 51% de los sufragios, aunque como se sabe fue gracias a la enorme abstención por la pandemia, la crisis y la desafección política que globalmente afectó mucho más a las opciones no secesionistas. Con todo, la pérdida de más de 600 mil votantes independentistas en relación a 2017, no es un dato menor porque expresa una fuerte desactivación hacia una causa que exige un extraordinario empeño. Sin embargo, en términos argumentales los líderes de ERC, Junts y la CUP recurren estos días al hecho de haber superado ese 50% para reclamar que el Estado se siente a negociar la autodeterminación. Lo dicen con la boca pequeña porque saben, como ya hace meses reconoció abiertamente el exconsejero Andreu Mas-Colell, que no habrá ni referéndum ni independencia.