Hace ya algunos años, Arcadi Espada publicó un libro titulado Contra Cataluña. Lo tituló él mismo así porque estaba convencido de que sus críticas al nacionalismo pujolista no iban a ser interpretadas como críticas a una parte sino como un ataque contra toda Cataluña. ¡Cómo si él mismo no fuera catalán! Ahora se repite la historia y la histeria. Al levantar el juez el secreto del sumario de la llamada operación Kitchen, aparece en primer plano Jorge Fernández Díaz, católico practicante a tiempo parcial, pero catalán a tiempo completo, si se siguen los criterios del defraudador confeso Jordi Pujol. Pues bien, a pesar de la evidencia de que Fernández Díaz era y es catalán, condición que no se pìerde ni siquiera siendo ministro, un sector del independentismo sostiene que él, precisamente él, encabezó una operación contra Cataluña. Toda. Incluso contra sí mismo. ¡Ya son ganas de hundirse en la miseria!

Detrás de esta versión de los hechos subyace la idea de que sólo hay una manera de ser catalán: siendo independentista. Se trata, a todas luces, de una visión del mundo escasamente democrática. Porque es posible que Jorge Fernández Díaz no tuviera derecho a utilizar a la policía para urdir tramas más o menos fantasiosas sobre determinados políticos catalanes ni para robar papeles a compañeros de partido como Bárcenas. Pero eso no le quita el derecho a tener y defender un proyecto territorial para la península distinto al de Puigdemont, quien, por cierto, acaba de dar muestras de su capacidad de análisis político insultando a Miquel Iceta.

He ahí dos hechos relevantes: el independentismo niega a los demás catalanes el derecho a tener un proyecto propio sobre cómo organizar el territorio; el independentismo insulta cuando se le acaban los argumentos y no da más de sí. Dicho sea de paso, cualquiera puede argumentar un poco mejor que Puigdemont, porque el insulto no es un argumento. Más bien descalifica a quien lo emplea contra el adversario. Aunque quizás eso explique por qué el Gobierno catalán es tan ineficaz: poco a poco han ido quedando en el aparato independentista los más sectarios, los que difícilmente encontrarían acomodo en otro lugar. Ocurre como antes se decía que pasaba en los clubes de fútbol: son asociaciones de fanáticos entregados y al más bestia (en el sentido de energúmeno, no de  animal, no vayan a enfadarse los animalistas) se le hace presidente. Ejemplos no faltan: Jesús Gil, Joan Gaspart, Manuel Ruiz de Lopera, José María del Nido, los dos últimos con condena judicial firme; el primero también e indultado por Franco. Y ya de paso: también Josep Lluis Nüñez recibió un trato admirable por parte de la Generalitat, que le permitió salir de la cárcel a las cinco semanas de haber entrado. No sólo el franquismo era generoso con los delincuentes.

Que el independentismo se defina a sí mismo como la única opción democrática (y sonriente) mientras pretende negar al personal el derecho a pensar y actuar como le plazca no deja de poner de relieve su raíz totalitaria, como ya se vio en el engendro que redactaron como proyecto de Constitución catalana, que preveía que el presidente catalán nombrara a los jueces y, si hiciera falta, hasta a los abades de Montserrat y a los distribuidores de pizza.

Será una obviedad, pero cualquier demócrata de verdad reconoce a los militantes y simpatizantes del PP su derecho a tener un proyecto propio para Cataluña. Sea éste autonomista, federal, confederal o centralista. Y eso no convierte a nadie ni en simpatizante del PP ni en centralista ni en partidario de la tortilla de patatas sin cebolla. El independentismo no lo hace. Ni con el PP ni con los votantes de Ciudadanos ni con los socialistas ni, según la hora del día, con los Comunes. Sólo ellos son catalanes de verdad. Y tal como van las cosas, algunos de ellos pueden dejar pronto de serlo. Por ejemplo, los del Pdecat, los del PNC, incluso los de ERC, si se hace caso al espectro de Waterloo.

Hace unos días, el filósofo estadounidense  Michael Walzer citaba a la politóloga israelí Yael Tamir, para recordar algo evidente: “De Gaulle nunca dudó que Sartre fuera un miembro respetado de la nación francesa”. Es evidente que ni Puigdemont ni Junqueras, ni muchos de los que les ríen las gracias, tienen la altura política de De Gaulle.