Es cada vez más apreciable la tendencia a asumir la idea orteguiana de que “en estos momentos, lo único serio que se puede hacer, es las maletas”. Lo decía Ortega y Gasset pensando en España y hasta no falta quien opina que la frase es apócrifa. Da igual. El hastío es tal y tanto el disparate, que bien vale la pena la idea de salir corriendo. Aunque sólo sea de vacaciones, para olvidar y despejar las meninges. Sea referido al país en general o específicamente a Cataluña, donde la capacidad de sorpresa sigue siendo inagotable. Los independentistas no descansan ni los fines de semana, mientras la inactividad ha dado paso a la desidia. Tanto que hasta el consejero Miquel Buch estuvo a punto de salir acribillado por la mosca negra, según contaban las crónicas, del incendio de Tarragona. Los insectos no están para trámites burocráticos y, como se ha actuado mal y tarde, campan a sus anchas por la ribera del Ebro.

Hay algunos que son peor que la mosca negra. Y no hace falta viajar a Waterloo. Artur Mas, atacado por un frenesí inusitado, volvió ayer a la carga. Por un lado, en TV3, la suya, para proponer un pacto con el que frenar a la derecha hispana, como si se hubiese vuelto de izquierdas; por otro, para reclamar una respuesta contundente a la previsible sentencia condenatoria de los políticos procesados. Y todo ello con el envoltorio de la recuperación de un espacio “catalanista” que le permitiría volver a primera línea de la vida política. No sorprende que pida al mismo tiempo prudencia a la hora de convocar elecciones autonómicas, muy condicionadas por una sentencia que no se tiene claro cuando se hará pública. Puede estar seguro de que no dependerá del timing de sus intereses, sino de la voluntad de los magistrados de emitir un veredicto por unanimidad.

La obsesión de recuperar un espacio para el catalanismo abre la puerta a una reflexión transversal, puesto que afecta a la mayoría de formaciones políticas catalanas. Vale preguntarse, de entrada, si tiene futuro el catalanismo a estas alturas del siglo XXI y si significa algo para las nuevas generaciones. A la vista de lo acaecido estos últimos años, y entendido como un nacionalismo de baja intensidad, el independentismo no deja de ser la fase superior del catalanismo. Josep López de Lerma, que fue destacado negociador de CiU con el gobierno de Madrid y miembro de la Mesa del Congreso, recordaba ayer que “todas las palabras que finalizan con el sufijo ismo indican doctrina, sistema, pensamiento y hasta partido político”. Habría que añadir, tal vez, militancia y actitud. En el fondo, volvemos a situarnos en la búsqueda de una argamasa capaz de asentar sentimientos que tienen escaso valor ideológico y nada que ver con los retos del cambio de época que vivimos. Menos aún con la coyuntura que atravesamos, en la que parece interesar más la supervivencia de algunas formaciones, la forma de financiar las competencias más que ellas mismas, y superar la lucha cainita dentro de un independentismo que empieza a ver un balón de oxígeno en la investidura de Pedro Sánchez a la presidencia del Gobierno.

Cuando se negociaron los Pactos del Majestic, allá por 1996, tras la primera victoria del PP de José María Aznar, CiU vivió momentos de intenso debate. No era fácil facilitar la investidura de un candidato que, menos bonito, había llamado de todo a aquel partido. La misma noche electoral del 3 de marzo de 1996 fue una verdadera borrachera de rechazo en las puertas del PP en la calle Génova. El grito de “¡Pujol, enano, habla castellano!” fue de lo más escuchado. En definitiva, la negociación para dar el sí a la investidura no estuvo exenta de tensiones en el seno de CDC. Al final, se impuso el criterio de hacerlo “por responsabilidad”, en palabras de Miquel Roca en el transcurso de un encuentro restringido. Eran los tiempos de contribuir a la gobernabilidad de España que permitió negociar y pactar hasta en los tiempos más difíciles. Nada que ver con lo que ahora ocurre: importa sobre todo la supervivencia y poder salir airosos de un procés que empuja al vacío. En palabras de Josep López de Lerma, “la Cataluña del catalanismo transversal, sereno, juicioso y constructivo que representaba CiU se terminó en cuanto el torpe de Mas llevó el de Pujol al soberanismo y, de aquí, al derecho a decidir”.

Sin embargo, seguimos en busca del catalanismo perdido. Un principio al que son adeptos la mayoría de los partidos catalanes, al margen de su tintura ideológica.

El 1 de octubre es una fecha de raros recuerdos. Para la generación que vivió el franquismo, era un día festivo en que se conmemoraba la exaltación del Caudillo a la Jefatura del Estado; desde 1978, año de la Constitución, se celebra el Día Internacional del Vegetarianismo. En el aniversario de 2017 no vale la pena insistir. Pero conviene recordar que en tal día de 1998, el Parlament aprobó una moción reconociendo el derecho de Cataluña a la autodeterminación.

La moción se aprobó con la abstención de PSC e ICV, como si el tema no fuera con ellos. La izquierda, soplando y sorbiendo al mismo tiempo. Más o menos, seguimos estando en circunstancias parecidas. La dicotomía derecha española versus nacionalismo catalán parece exculpar o servir de alibi a una izquierda que se nutre en demasiadas ocasiones de ambigüedad, algo que tanto parece gustar a los Comunes, pero a lo que tampoco parece ajeno un amplio sector del PSC. Jordi Solé Tura, que fue ponente constitucional, ex militante del PSUC y ex ministro del PSOE, escribía en 1985: “La izquierda no puede defender el Estado de las Autonomías, propugnar su desarrollo y plenitud en sentido federal y mantener, al mismo tiempo, un concepto --el derecho a la autodeterminación-- que cambia este modelo y puede llegar a destruirlo. O una u otra, pero no ambas a la vez”.