Desde el siglo XIX, el nacionalismo y la camaleónica Iglesia han compartido ideas, creencias y proyectos. El último y genuino heredero de ese peligroso cóctel es el independentismo y su cohorte de procesistas. Los púlpitos de muchas parroquias catalanas han mutado en tablados donde el cura de turno ha declamado a favor del voto a partidos independentistas o a participar en la perfomance del 1-O. No contentos con ese comportamiento sectario han colgado esteladas como estandartes cristianos de tiempos de la Reconquista.                                                                                                         

La complicidad de curas, claretianos, montserratinos, pobletianos…, acompañados de sus respectivas huestes laicas, han convertido a la nación catalana en un dogma, debidamente administrado con el reparto de constantes y machaconas dosis de hostias catalanistas, eso sí, siempre movidos por valores evangélicos y humanísticos, tal y como se hizo público en septiembre de 2017 en un manifiesto firmado por cuatrocientos clérigos a favor de la realización del “referéndum”. Algún problema de conciencia pudo tener el monje Hilari Raguer cuando publicó en 2012 un libro con el título Ser independentista no es cap pecat, sobre todo cuando dejó claro que no creía que los “unionistas” pudieran celebrar algún acto en la explanada de Montserrat, aunque fuesen cristianos.

Es bien conocido, en el último siglo, el gusto de la Iglesia por compartir escenarios y discursos de signo excluyente con movimientos autoritarios o totalitarios. Fueron mayoría las dignidades eclesiásticas y clero en general que colaboraron estrechamente con la España nacional en la tarea adoctrinadora y represora que implantaron los militares sublevados. Julio Caro Baroja lo explicó muy bien: “La Iglesia no puso freno a sus hijos hispanos inflamados de odio sacro. Sí: hemos visto demasiados curitas y frailes con la boina roja y las dos estrellas de teniente marchando con el jacarandoso contoneo del vencedor”.

El colaboracionismo de la Iglesia catalana durante el franquismo no está tan bien estudiado como su puntual y venerada oposición. Esas actitudes no fueron incompatibles. Compartían con el régimen su culto a la autoridad y la jerarquía, pero despreciaban su nacionalismo español. Los curas y monjes aclamaron al dictador y lo pasearon bajo palio a cambio de que dejase a su antojo el reparto cotidiano de hostias catalanistas con su respectivo odio sacro. Es conocido el apartheid practicado por estos clérigos respecto a los inmigrantes andaluces y, en menor medida, a los murcianos. En los años cincuenta y sesenta hay varios tipos de charnegos, y el desprecio hacia ellos por parte de numerosos párrocos se dosificaba en función del origen y el orden de llegada.

Los sermones de aquellos curas, en misa o repicando, estuvieron salpimentados de comentarios, en ocasiones ocurrentes y chistosos, sobre la bajeza laboral y mental de los recién llegados, por su manera de comer o por su acento salao tan propio de ignorantes, para concluir que Dios quería a todos, incluido a esos débiles y pobres españoles. Aún recuerdo la seria advertencia que nos hizo el cura un día antes de celebrar la primera comunión: “Y no se os ocurra masticar la hostia, porque entonces Dios os castigará y os pasará como a aquel monje castellano de Montserrat que la mordió y murió desangrado”.

El problema no es que Dios fuera o no catalán, sino el odio sacro que destilaban buena parte de aquellos párrocos nacionalistas y transmitían en sus homilías, un odio aceptado con total normalidad por las autoridades locales, a un tiempo franquistas accidentales y catalanistas practicantes. Si el mossèn decía eso en público qué no comentaría en sus meriendas con senyores y senyoretes en privado. Y así hasta el día de hoy, cuando los herederos de aquellos fieles acólitos se consideran elegidos y vencedores, han perdido la vergüenza y en las redes sociales dicen lo que son: xenófobos y fascistoides por herencia y convicción.