Hay algunas cosas que el actual Gobierno de España, de momento, no se atreve a hacer. O al menos no se atreve a hacerlas públicamente. Como, por ejemplo, ir a una cárcel a negociar su subsistencia con quien está criminalmente encausado y preventivamente encarcelado por intentar liquidar la unidad territorial y la vigencia de la Constitución. Y digo la subsistencia del Gobierno, porque es de suponer que a quien se encuentra a las puertas de un enjuiciamiento que le puede reportar décadas de privación de libertad, lo último que le preocupa en este momento es la subida de la cuota de cotización de los autónomos en los presupuestos, de cuya aprobación, ahí sí, depende virtualmente la continuidad del Gobierno.

Lo que le preocupa al interlocutor en la negociación es qué va a hacer este Gobierno, cuya permanencia depende de él, para que aquellas décadas de prisión no se materialicen. Y ahí sí que el Gobierno se muestra más desinhibido. Y es que la orquestada campaña de deslegitimación de las medidas cautelares acordadas por el Tribunal Supremo, con sucesivas y ordenadas manifestaciones de los Delegados y Ministros del Gobierno, hablando incluso de indultos ante sentenciam o de los inconvenientes de dar indicaciones al Ministerio Fiscal, es lo único que pudiera despertar el interés de quien al dormirse cada noche siente como le echan el cerrojo por fuera de su puerta.

En esta tesitura, aun habiendo amortizado los valores del PSOE de la generación de Felipe González --que pese a todo declara que condicionar la subsistencia del Gobierno a que tenga presupuestos es un arcaísmo propio de su época--, el Gobierno sin embargo se plantea en cuánto sus negociaciones comprometen la democracia constitucional de 1978. Y prueba de que se lo plantea es que, por un lado, para personarse en la prisión subcontrata los servicios de Iglesias como socio de gobierno, cuya vocación anticonstitucional, además de conectar con la del encarcelado, no compromete la fidelidad de sus votantes; y por otro, que elige como interlocutor a quien de entre los insurrectos en su imaginario considera como reconducible, si no al constitucionalismo, al menos sí a la vía no delincuencial.

¿Pero está más a salvo la democracia constitucional si quien la enfrenta es un Torra instalado en el exabrupto moviéndole los hilos Puigdemont desde Bruselas, que si es una ERC supuestamente moderada y coaligada con el PSOE-PSC y PODEMOS en el Congreso y en el Parlament? Pues no es seguro. Lo que pudieran conseguir frente a la democracia española Puigdemont y los suyos una vez fugados son daños tasados, están ya descontados. Folclore. Si se pone voluntad política, medios y dinero, en unos meses sería un personaje globalmente desacreditado, de los cientos que deambulan por Bruselas rondando por los lobbies que allí hay y que cobran por promover causas perdidas.

Por contra, con una ERC coyunturalmente dócil, puede Sánchez colocar su pomada para el alivio rápido y sintomático, y en lo que le queda de legislatura, poniendo el formidable aparato mediático público y concertado a funcionar a toda máquina, acomodar el discurso de las bondades de una independencia light, de facto, indolora (dentro de España para los beneficios, fuera para las cargas), intentando llevarla adelante en la siguiente legislatura. Y a eso, no nos engañemos, se sumaría todo el independentismo, quitando los cuatro chalados de comuna rústica que siempre desbordan por los lados del sistema. Por sumarse, se empieza a sumar hasta la patronal, que mientras Cataluña no se vaya a convertir en territorio extracomunitario que pudiera perderse como mercado y se asegure que circularán capitales, bienes y servicios con estabilidad y sin sobresaltos, tampoco les viene mal el arreglo.

Por decirlo de otro modo: más cerca de la unidad y de obtener algo está el independentismo bajo la égida de Sánchez, que bajo la de Puigdemont.