Después de que el independentismo haya hecho algo más que el ridículo internacional con el manoseo baboso y repugnante de la manifestación contra el terrorismo, son muchas las voces que piden contundencia al Gobierno y a los partidos constitucionalistas. Es claramente insuficiente el ya conocido comentario sobre la inviabilidad del referéndum y del bodrio jurídico de la ley de transitoriedad. Eso ya lo sabemos.

El problema no es la independencia. No hay más que ver los vídeos que han circulado por las redes, los comentarios de locutores --excepcional el de TV3 hablando sobre la lengua mexicana (sic)--, de periodistas en una acera u otra del paseo de Gràcia sobre la huida asqueada de manifestantes recién llegados, o las respuestas de uno y otro signo a tuits o a entradas de Facebook, que se han acumulado escatológicamente. No es extraño que el agotamiento esté haciendo mella, sobre todo entre los ciudadanos no fascistizados, mientras que entre los fieles se mantiene el aliento hasta el 1-O o más allá.

Para llegar a la proclamación del Neoglorioso Alzamiento Nacional --cuando se cierre la consulta psiquiátrica del 1-O-- se habrá fracturado no sólo la convivencia sino la más mínima coexistencia

Sea en el mundo virtual o en la calle material, a los españoles --nacionalistas incluidos-- nos encanta hablar en voz alta sin importar, en ocasiones, quién está al lado, y más relajados lo hacemos si estamos lejos del lugar problemático. Las barras de bar en los pueblos, los chiringuitos de playa, las terrazas en las ciudades, las colas en los museos, etcétera, son magníficas fuentes de información humanizada. Fuera de Cataluña he sido testigo mudo de varias conversaciones en la que se defendía la celebración del referéndum, pero para que votasen todos los españoles. La sorpresa --aseguraban los presentes-- que se iban a llevar con la cantidad de síes que iban a conseguir, más que en Cataluña. No parece que esa sea la España de Podemos que tanto gusta a Cataluña, según el desnortado Iglesias. Es la España hartísima del problema catalán, y que la unidad por la unidad le importa bien poco.

Lo que está en peligro no es ya la convivencia, ni en Cataluña ni en buena parte de España. Cualquiera con dos dedos de frente, y algo de sentido democrático, ha comprendido que cuando se produzca la inevitable respuesta del Gobierno en defensa del Estado de derecho, ante el anunciado e inminente golpe totalitario, ese gesto de autoridad será ya insuficiente. No va a arreglar nada, en todo caso podrá suspender las delirantes iniciativas hispanófobas del nacionalismo catalán. Pero nada más.

Para llegar a la proclamación del Neoglorioso Alzamiento Nacional --cuando se cierre la consulta psiquiátrica del 1-O-- se habrá fracturado no sólo la convivencia sino la más mínima coexistencia. Y ese es el problema que hay que afrontar, pero no desde el 2-O sino desde ayer. Ya lo dijo el inolvidable Jaume Perich en una premonitoria viñeta de hace casi treinta años. En ella dibujó a un nazi haciendo su conocido saludo brazo en alto junto a un nacionalista catalán con el mismo gesto pero con el dedo pulgar oculto bajo la mano. Su comentario fue claro: "Sólo hay un dedo de diferencia". Hoy día ni eso.