La primera entrega del pacto entre ERC y JxCat se ha cumplido fielmente y el republicano Roger Torrent se ha convertido en presidente del Parlament. Los comunes tuvieron un papel determinante, impidiendo que la ausencia de los cinco diputados de Bruselas pudiera modificar la composición de la mesa según los votos del 21D; actuaron de garantes del resultado electoral, eliminando la opción del sorpasso constitucionalista, y ahora deberán asumir el coste político de un supuesto acuerdo con los grupos independentistas. Sería ingenuo por su parte quejarse; ellos y sus socios de Podemos acusaron al PSOE de tener un pacto el PP cuando los socialistas se abstuvieron para permitir la investidura de Mariano Rajoy. La intencionalidad de su voto en blanco es democráticamente impecable; su memoria, manifiestamente selectiva.

El gesto de Catalunya en Comú fue correspondido con un discurso moderado del nuevo presidente de la cámara: la república efímera se convirtió en invisible, fijando la superación del artículo 155 como el objetivo prioritario. ¡Eureka! Finalmente, un dirigente independentista asume formalmente (institucionalmente) que lo sustantivo, lo urgente, para el país es recuperar las instituciones catalanas sometidas al control del Gobierno central, sin gesticulación falsamente legitimista.

Aunque se agradece, un discurso no es suficiente, sin embargo, para enterrar el escepticismo dominante en casa. La etapa reivindicativa de la restauración supuestamente obligada del diputado Puigdemont no está cerrada. Sería impropio de los protagonistas. El espectáculo debe llegar hasta el final para satisfacción de la audiencia independentista, muy dada a perdonarles todo a los dirigentes, siempre que exista un guion emocionante y una fuerza mayor que obligue a recular en el último minuto. Habrá una cosa y otra.

 

La cuestión ahora es saber si Puigdemont está dispuesto a ingresar en la cárcel para poder ser presidente. Porque si lo está, lo será

 

En los próximos días, viviremos el desenlace del juego dialéctico entre el innegable derecho de Puigdemont a ser investido presidente de la Generalitat (como cualquiera de los 134 diputados restantes) y la evidente obligación del expresidente de personarse ante la justicia (como ya hicieron Oriol Junqueras y la mitad de su gobierno) como paso previo para poder ejercer su derecho. Es un planteamiento excepcional, sin duda, difícil de entender y aceptar sin atender a los precedentes vividos desde de septiembre, también singulares y nada ejemplarizantes.

La cuestión ahora es saber si Puigdemont está dispuesto a ingresar en la cárcel para poder ser presidente. Porque si lo está, lo será. Otra cosa, mucho más aleatoria, es que su elección le vaya a librar de la prisión preventiva. Esta aspiración a obtener un trato de favor respecto de la severidad excesiva aplicada a su exvicepresidente forma parte de la fe del personaje y la de sus votantes, y de una concepción muy peculiar del funcionamiento de un Estado de derecho.

La segunda entrega del pacto entre JxCat y ERC no será tan fácil; de seguir los republicanos cediendo al chantaje Puigdemont, van a serles exigidos los primeros sacrificios patrióticos de la nueva Mesa del Parlament. Nadie va a escandalizarse demasiado si el nuevo presidente de la cámara viaja a Bruselas para entrevistarse con el candidato propuesto por los grupos independentistas para la investidura, difícilmente nadie va a poder impedir que tramite su candidatura (él no tiene por qué saber si Puigdemont va a acudir o no en persona al pleno de investidura, extremo que podría cumplirse, teóricamente, hasta el último minuto); sin embargo, pocos pueden asegurar que vaya a celebrarse la sesión de investidura en ausencia física del aspirante.

Tal contravención de la lógica y del reglamento vigente, desencadenaría la actuación de la fuerza mayor ya conocida y padecida. No hace falta hacer la anatomía de aquel instante, la sabemos de memoria: inauguración de la segunda temporada de un parlamento ensimismado, una Mesa encausada y la renovación del 155 al no formarse un nuevo gobierno de la Generalitat. Todo lo contrario de lo que pareció anunciar ayer Roger Torrent. Lo que no dijo, o no se le entendió, es si él está preparado para evitar al país la reedición del encontronazo con la fuerza mayor, apelando al realismo para tomar las decisiones adecuadas antes del desastroso impacto, ahorrándonos el disgusto de haberlas de tomar después como consecuencia de un nuevo fracaso ante la determinación del Estado.