En España, el Mediterráneo, antes que un mar o una posición geográfica, es un concepto, una idea. Joan Manuel Serrat añadiría que es un estado de ánimo. Frente a la concepción de un país radial de pretensión homogénea y unitaria, existe una realidad tozuda que hace que el Estado sea una realidad variada, poliédrica y multicéntrica. Que así sea no resulta una debilidad, sino una inmensa riqueza. Por eso se requiere, definitivamente, de una configuración política de tipo federal. Ir más allá del Estado autonómico, que algunos sectores reactivos siempre han visto como una concesión, hacia una forma de Estado que sea el resultado de una suma de voluntades diversas en el que la pluralidad sea emblema y condición más que un lastre o un problema. Que todo el mundo se reconozca tanto en lo común como respete lo diferente.

El corredor del Mediterráneo es uno de los territorios más dinámicos del conjunto español. Tiene intereses complementarios para su potenciación y desarrollo el eje marítimo que va desde Andalucía hasta Francia, pasando por Murcia, la Comunidad Valenciana y, lógicamente, por una Cataluña que es quien le da a este eje más sentido y fuerza. Una vía de entrada y salida de mercancías, ideas y personas que requiere sensibles mejoras en sus infraestructuras, especialmente las ferroviarias, para poner en valor toda su capacidad y el efecto multiplicador de su agregación. Un corredor que para algunos sale de la Almería productora de alimentos y que para otros puede ir hasta la culturalmente pujante ciudad de Málaga o al estratégico puerto de Algeciras. Contiene la riqueza agraria e industrial de la región murciana, la capacidad manufacturera y portuaria de Valencia, el clúster petroquímico de Tarragona, como el puerto, la industria y la capitalidad de servicios barcelonesa.

Un eje de cariz socioeconómico, también cultural que, aunque no está conformado por una única “identidad fuerte”, dispone de más elementos de cohesión y complementariedad de los que desde algunas visiones demasiado reduccionistas de la política y de identidades entendidas como la trinchera de separación se quisiera. Estamos hablando de un territorio con más del 40% del PIB español, donde existe una docena de ciudades de más de 100.000 habitantes, que pueden compartir estrategias de desarrollo y, sobre todo, exigir las inversiones que se requieren y el trato que se merecen, a la vez que contribuir a concretar una visión y un funcionamiento de España más acorde con su realidad diversa y policéntrica. El Gobierno español habla de grandes inversiones ferroviarias que, dicho sea de paso, van un poco tarde, pero que harían realidad la conexión de alta velocidad entre Francia y Almería allí para los años 2025 y 2026. Más allá de la voluntad gubernamental actual de dar preferencia a este corredor, es necesario aprovechar que los fondos europeos de recuperación presionan favorablemente pues hacen de esta infraestructura una prioridad inversora. Se calcula que cada euro invertido tendrá un retorno de 3,5 en forma de PIB.

Las instituciones, el empresariado y la sociedad civil de todas las comunidades afectadas se han movilizado y actúan de lobi para evitar mayores retrasos a una demanda que ya es histórica. #QuieroCorredor se ha convertido en eslogan de reivindicación y movilización. Sin embargo, incomprensiblemente el Gobierno de Cataluña no está. Ni en los actos conjuntos que realizan las diversas comunidades y agentes sociales, ni haciéndose la fotografía de ninguna estrategia compartida. Un grave error. Se sigue cultivando la idea de que Cataluña va por libre y que no hay intereses comunes con otros territorios. Se practica un aislamiento que pretende ser expresión de singularidad, cuando en realidad lo es de insolidaridad y falta de grandeza. Sería necesaria una mirada más amplia y una mejor visión estratégica que superara el exceso de inmediatez y de miopía política. El sentido común nos indica que justamente el Gobierno de Cataluña debería liderar no solo una reivindicación que le favorece, sino por lo que significa de concepción avanzada y moderna de España. La arrogancia nunca fue un síntoma de fortaleza, más bien lo es de decadencia.