Pasó la Diada con más pena que gloria y aires de procesión más que de celebración. Es lo que tienen los actos de fe cuando soplan aires de descreídos. Esta vez, podría haberse celebrado una manifestación para celebrar que el procés se desdibuja. Aunque tampoco nos engañemos: al margen de cuántos penitentes concurrieran, es evidente que cada vez son menos, pero inasequibles al desaliento. Quien piense, sea en Barcelona o en Madrid, que el asunto está muerto, mejor que vaya al oculista. Eso sí, lo que parece prevalecer es un desinterés cada vez mayor que, en realidad, es la expresión de un proceso de desafección a muchas cosas. Puede parecer que baja el suflé por cansancio y agotamiento. Después de promesas incumplidas y esperanzas frustradas, el personal no está para fiestas independentistas, la gente de buena fe no está ya para apuntarse a la fiesta de una república que nunca existió.

Ahora lo que toca es la fiesta de la mesa de diálogo que suena cada vez más a un sálvese quien pueda. Mientras Carles Puigdemont apela a sus cada vez más escasos partidarios a prepararse para “la inevitable confrontación con el Estado”, Pere Aragonès insiste en que la parte “española” esté encabezada por el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. En realidad, un empeño indisimulado de que ese diálogo sea de Estado a Estado. Ya lo veremos. Mientras tanto, la división interna entre los independentistas es garantía exclusiva de la ausencia de capacidad de gestión de las cosas cotidianas: falta liderazgo y sobra insensatez. Y desde el Govern, falto de proyectos e iniciativas, lo único que se hace es templar gaitas a un lado y otro de los socios. El discurso se acomoda a cada momento, en función de las necesidades. Ante la ausencia de proyectos con cara y ojos, surge la duda de saber qué es lo que tiene futuro en una sociedad que parece perdida en un bosque sin árboles donde la falta de musgo impide saber dónde está el norte que se ha perdido. Esfumado el espacio de confort propio por el fracaso, cada cual trata de encontrar el suyo sin saber muy bien hacia dónde mirar. Basta con echar la vista atrás: el efecto más nítido de la descomposición que nos aqueja es la desaparición o la pérdida del espacio personal a consecuencia del fracaso de tantos protagonistas del procés desde hace una década.

Hemos perdido diez años de procés y vamos camino de perder otros tantos. En los tiempos presentes, veinte años son demasiados, sobre todo, porque los demás no se están quietos. Ya no consuela ni el tango de Carlos Gardel, a aquello de “yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos / van marcando mi retorno / Son las mismas que alumbraron con sus pálidos reflejos / hondas horas de dolor”. Sin proyectos ni actividad económica, no hay futuro ni capacidad de recaudación. La modernización de la sociedad catalana, su puesta a punto para hacer frente a los nuevos retos globales, puede acabar pasando por dotar de datáfono a los mendigos que recorren la ciudad: nadie lleva monedas o, en todo caso, sirve de excusa para no echar mano al bolsillo. Quizá acabe siendo una iniciativa más de las muchas que absurdamente tiene el Ayuntamiento de Barcelona que rigen Ada Colau y Jaume Collboni, tan ocurrentes ellos.

Mientras se esfuma el proyecto de ampliación del aeropuerto de El Prat, los sindicatos se pronuncian en la Diada a favor del "derecho a decidir". Sin que sepamos con claridad si es un problema de subvenciones procedentes del Govern, una especie de síndrome del charnego agradecido o un esfuerzo incomprensible por no ser tachados de “españolistas” si se defiende el proyecto de Aena. Es difícil evaluar el alcance de las pérdidas que comporta el fiasco del aeropuerto: se ha podido leer que hasta 80.000 empleos directos e indirectos. Pero parece que importa poco el interés general. La cuestión es que son demasiados quienes miden el impacto en votos futuros, a un lado y otro del arco parlamentario. Todos temen perder sufragios por el flanco medioambiental y ecológico. Los comunes, en horas bajas y convencidos de que pueden perder la alcaldía, aspiran a ser de mayores los verdes alemanes y su rechazo a la ampliación aeroportuaria va más allá de La Ricarda para centrarse en la contaminación aérea; los socialistas presentan fisuras internas por el mismo motivo: fuga de votos hacia otros parajes políticos, aunque no lo exterioricen con claridad; los republicanos ídem de lo mismo, temerosos de que se les abra una brecha por el flanco comunero; los llamados exconvergentes tratan de nadar y guardar la ropa en aras de sus acuerdos de gobierno. Y así hasta el infinito. Ya veremos cómo acaba esa manifestación contra el proyecto de El Prat convocada para el próximo domingo a la que incluso se anunció que irá el presidente de la Generalitat.

Se rechazan las centrales nucleares, los parques eólicos o fotovoltaicos y posibles líneas de alta tensión para traer electricidad a Cataluña por razones ambientales, al tiempo que cada mañana nos levantamos con titulares que son como una pesadilla cotidiana sobre cómo va subiendo el precio de la luz. Y en medio del debate, suponiendo que exista como tal, hasta se dice desde el Govern que el acuerdo para la ampliación de principios de agosto era “verbal”, cuando puede tener tanta fuerza legal como un escrito. Por extraño que parezca, es normal: se hacen acuerdos para incumplirlos. Así nos va. Algunos merecerían ser encerrados en una cueva perdida; sin luz, por supuesto.