Pablo Iglesias sabe cómo épater les bourgeois. El líder de Podemos va a visitar mañana a Oriol Junqueras, encarcelado preventivamente en Lledoners, para hablar de los presupuestos que dentro de unas semanas va a presentar el Gobierno de Pedro Sánchez en el Congreso. Hay gentes airadas por esta visita en cada familia. No le gusta ni a Rufián, ni a Casado, ni a Rivera y seguramente a más de un socialista le habrá sentado fatal tanto protagonismo del compañero imprescindible, aunque se lo calle. La reunión, en términos prácticos, es perfectamente prescindible, pero es un gesto político de primera división.

Pedro Sánchez e Iglesias tienen teléfono y Junqueras, también, pueden intercambiar sin mayores dificultades el razonamiento político sobre un sí, un no o una abstención, atendiendo a las circunstancias excepcionales de la política catalana y por rebote de la española; si la negociación exige trabajar sobre documentos presupuestarios donde fijar líneas rojas o modificar partidas, siempre queda la figura del intermediario discreto y solvente. Sin embargo, Iglesias opta por visitar personalmente a Junqueras y Junqueras acepta la visita, aunque a muchos de los suyos (y a sus supuestos socios) les vaya a escandalizar. Habrá que deducir, pues, que el mensaje no está en el contenido de la reunión sino en la formalidad de la reunión.

La singularidad del encuentro no habría que buscarla en que Iglesias se desplace a la cárcel para hablar con el presidente de ERC, sino que Junqueras deba recibirle en su celda preventiva porque está recluido desde hace casi un año a la espera de juicio por rebelión. Lo primero es consecuencia menor de la gravedad de lo segundo y esto es lo que van a subrayar, lo que Amnistía Internacional cree desproporcionado, varios ministros de Sánchez, un exceso, y el soberanismo y Podemos, una injusticia, sin entrar en el fondo de los procesamientos.

Visualizando la anormalidad, los dos protagonistas aprovechan para exhibir su autoridad. Iglesias se convierte de facto en mano izquierda de Sánchez, relegando a la ministra de turno a una posición secundaria; Junqueras hace saber a todo el mundo, si es que alguien todavía no lo sabía, que la política catalana, al menos la que depende de ERC, se piensa y se ordena desde la cárcel. Y la visita del socio de Sánchez, certifica el reconocimiento oficial del liderazgo del dirigente encausado.

La maniobra en términos de imagen es estupenda para ambos. Otra cosa es que vaya a servir para conseguir el voto de ERC a los presupuestos. Nadie en el Gobierno central sabe cómo va acabar la negociación de las cuentas del Estado, con o sin la participación de Iglesias. El factor emocional de la permanencia de tantos dirigentes políticos durante tanto tiempo en prisión provisional se escapa al tradicional método de pactar los presupuestos con las minorías parlamentarias de representación territorial, a base de poner sobre la mesa las reservas de dinero para peticiones concretas de sus diputados o de sus gobiernos autónomos.

Pedirle a un dirigente preso que anteponga la lógica política a su sentimiento de injusticia personal y colectivo no resultará fácil; tampoco será sencillo explicar a los manifestantes (y a Quim Torra, el primero) que a pesar de tanto exceso judicial los intereses del país exigen tomar decisiones políticas si la oferta presupuestaria se juzga aceptable, pero lo más irreal es pedirle a un gobierno de un Estado de derecho la intercesión a favor de los dirigentes procesados ante el Tribunal Supremo, vía ministerio fiscal, cuando unos meses atrás se criticaba al anterior gobierno de este mismo Estado de derecho por interferir en la justicia, lo que entonces se consideraba acertadamente como un déficit democrático. El error de poner en manos de los jueces el conflicto político fue mayúsculo, ahora solo queda esperar al juicio y confiar en que exista mayor realismo en la cárcel que en el Palau de la Generalitat.