Ya lo decía Alfredo Pérez Rubalcaba: en ningún sitio entierran tan bien como en España. El abandono de la escena política por parte de Pablo Iglesias tras el batacazo de las izquierdas en las elecciones madrileñas ha suscitado, como no podía ser de otro modo, multitud de comentarios. Celebraciones en las filas de la derecha, que le convirtió en bestia negra y objeto de acoso permanente, y que cree haberse cobrado una pieza mayor, debilitando así al Gobierno "ilegítimo" de Pedro Sánchez. Lógica desolación en el espacio de la izquierda alternativa, que ve inmolarse a quien ha sido sin duda su figura carismática a lo largo de estos años vertiginosos de la política nacional. Habiendo militado desde siempre en ese espacio y compartido con Pablo Iglesias algunos momentos intensos de su trayectoria --juntos hicimos la campaña de Catalunya Sí Que Es Pot en septiembre de 2015--, prefiero dejar para otros la glosa de su personalidad. En los últimos días, las redes sociales se han poblado de panegíricos y emocionadas notas de despedida con tonalidad de elogio fúnebre. Permítaseme dejar para más adelante la publicación de mis fotos con Pablo y la evocación de recuerdos personales. Decía Georges Brassens que exhibir sin mesura los sentimientos puede ser tan impúdico como ir enseñando el culo. Que nadie vea en ello un exceso de recato, sino la convicción de que hay tarea más urgente para la izquierda que la redacción de obituarios a la memoria de personas que ni han fallecido, ni --con toda seguridad-- han dicho su última palabra en política.

Me parece mucho más importante extraer lecciones de lo que sucedió el 4M. La derecha ha jugado bien sus cartas y ha empleado a fondo los ventajosos recursos de que dispone en la capital. El PP tiene allí una sólida y motivada base social de alto funcionariado del Estado, de clases altas y medias acomodadas que se benefician de una fiscalidad privilegiada y se reconocen en la exclusividad de los barrios residenciales, las escuelas concertadas y la sanidad privada. Sin embargo, el vuelco electoral a favor de Ayuso se ha producido en los barrios de gente trabajadora, la población que necesita justamente de los servicios públicos que no ha dejado de socavar ese mismo PP que se ha llevado el gato al agua. Ese dato ha desatado una oleada de comentarios admirativos hacia la perspicacia de la derecha, que habría sabido captar el deseo de la gente de dejar atrás un año angustioso. Pongamos las cosas en su sitio. El gobierno de izquierdas ha activado ciertamente un escudo social que ha evitado males mayores. Pero esa malla de protección tiene aún muchos agujeros: el Ingreso Mínimo Vital apenas llega al 7% de las personas cuya situación de pobreza requeriría esa ayuda; no es lo mismo cobrar el 70% de un salario generalmente bajo, rezando para que el ERTE no acabe en despido, que retomar la actividad en bares, comercios y servicios, por precarios que sean los empleos. La derecha ha sabido pulsar ese resorte psicológico. Las "cañas" de Ayuso sellan de algún modo la alianza entre los ricos que se aferran a sus privilegios y quieren castigar a la izquierda... y los pobres que optan por "lo malo conocido".

Como dice un buen amigo, "me joden los profetas". No tendría el mal gusto de citarme a mí mismo si no fuera para relativizar la responsabilidad de las izquierdas en el descalabro sufrido. O, mejor, para identificar con precisión sus errores ante una situación objetivamente muy difícil. Hace más de un año, comentando la virulencia de los ataques de que era objeto el Gobierno de coalición en los momentos más duros de la pandemia desde algunas comunidades autónomas, escribía en mi blog: "Esa línea de actuación trata de hacer olvidar el pasado y especula con el futuro. La crisis sanitaria ha puesto al desnudo los efectos de las políticas de austeridad sobre los servicios públicos y las redes asistenciales, desde los hospitales hasta las residencias de ancianos. ¿Se pedirán cuentas? El panorama socioeconómico que nos deje la pandemia puede ser asolador. (...) Vendrán tiempos de ira social y la derecha cuenta con ello. (...) La angustiosa situación en que se encontrarán amplias franjas de la población dentro de unos meses no será la más propicia para un balance sereno. El lenguaje desmedido que emplea hoy la oposición pretende anticipar esos estados de ánimo, formatearlos e imprimirles una dirección determinada". ("Cuando llegue la ira", 31/03/2020). Lo cierto es que no había adivinación alguna en el comentario, sino el enunciado de la ley de la gravedad. La adversidad que, en mayor o menor medida, debería afrontar la izquierda estaba escrita de antemano.

No obstante, lo que sí han hecho estas elecciones es poner al desnudo sus debilidades. Dejemos de lado las tribulaciones del PSOE, pillado a contrapié por la convocatoria electoral, sin haber efectuado el relevo previsto en su liderazgo, ni disponer de un relato consistente. Aunque la sangría de votos haya afectado a la socialdemocracia, es sobre todo Unidas Podemos quien ha mostrado el agotamiento de un determinado modelo, de una configuración y una manera de hacer política. Vivimos el final de un ciclo político en el que la izquierda alternativa ha ascendido de modo fulgurante... hasta ir chocando con una realidad rocosa. La derecha se maneja muy bien con el populismo: le permite disolver la conciencia de clase y establecer liderazgos sociales transversales, apelando a la emotividad. La victoria de Ayuso representa el triunfo de un trumpismo castizo. Sin embargo, aunque le haya podido procurar algunos éxitos episódicos, las cosas son distintas para la izquierda. El populismo le sienta mal, no le permite avanzar en sus objetivos estratégicos. La polarización le va bien a la derecha, capaz de designar un enemigo exterior o un chivo expiatorio ante la desazón social. Pero la izquierda necesita apelar a la conciencia y a los criterios de clase. El recorrido de la lucha contra "la casta" --que incluía al PSOE-- ha sido corto: se impuso la tozuda realidad de que la socialdemocracia sigue siendo el referente de una franja decisiva de la clase trabajadora y, con todas sus limitaciones, le permite reconocerse a sí misma frente a las clases poseedoras. Y el discurso de "los de abajo contra los de arriba" se ha estrellado en esta contienda electoral: buena parte del "99%" se muere por asemejarse al "1%". Incluso en Vallecas las motivaciones de los más humildes van por otros derroteros, materiales e inmediatos, lejos de la épica de la lucha contra el fascismo --que, aunque supure en las provocaciones de Vox, dista mucho de constituir una amenaza inminente. 

Junto al populismo, lo que hoy sucumbe son los hiperliderazgos, la sustitución del pensamiento construido colectivamente por la genialidad individual, la organización implantada en territorios y organizaciones sociales por el activismo y la proyección mediática, la fluidez democrática por el verticalismo, el debate franco de ideas por el espíritu cortesano... Juan Carlos Monedero, tildando de imbéciles a los electores que no han sabido reconocer a su salvador, constituye la imagen más patética de una deriva tan pretenciosa como impotente. El ingenio y la audacia de Pablo Iglesias quedan superados por los propios límites de la acción individual frente a desafíos que requieren la fuerza de un partido digno de ese nombre. El vicepresidente del Gobierno abandona su cargo para salvar los muebles de UP... al precio de reforzar el marco mental que pretendía instaurar la derecha para obviar el desastroso balance de su gestión. Y, ante el fiasco electoral, anuncia teatralmente su retirada. Que me perdonen algunos amigos, pero la izquierda no se construye con golpes de efecto, ni esa es manera útil de asumir responsabilidades. Si alguien decide quemarse a lo bonzo, es mejor que lo haga en la calle y no en la escalera de la comunidad de vecinos. Más que heroico, el gesto de Pablo recuerda la tirada final del Tenorio de Zorrilla"Llamé al cielo y no me oyó / Y puesto que sus puertas me cierra / de mis pasos en la tierra / responda el cielo, no yo". El individuo se confunde con el personaje, obligado a electrizar al público en toda circunstancia. Y el destino del proyecto político depende de la inspiración del líder. Más allá de elogios y críticas personales, lo que necesita la izquierda alternativa es una reflexión de fondo sobre su horizonte estratégico y su modelo. Hoy por hoy, el que tiene está haciendo aguas.