El financiero Gaspar de Remisa, pionero de los químicos coleccionistas / WIKIPEDIA

El financiero Gaspar de Remisa, pionero de los químicos coleccionistas / WIKIPEDIA

Pensamiento

Los secretos del financiero Gaspar de Remisa

Las colecciones de financieros ennoblecidos, como Remisa, Moret o Serra-Chopitea; la peseta de Laureano Figuerola; las subastas a martillo

5 enero, 2020 00:00

El fin de la aristocracia realista española se consumó en plena Transición, el día en que Juan Carlos I decidió instalarse en la Zarzuela y no en el Palacio de la Plaza de Oriente. Se acabaron así la vida de la corte y uno de sus fines: la almoneda incesante de las grandes obras de arte --los Velázquez, Zurbarán o Ribera-- en manos de grandezas y baronías, que han ido donando o vendiendo al Museo del Prado, a otros centros de referencia y a salas de exposición emblemáticas. Cataluña por su parte apostó por un Museo Nacional de Arte (MNAC) que conserva las donaciones de Plandiura, Cambó o Lluís Batlló, entre otros coleccionistas privados. Desde entonces, las vanguardias figurativas o cubistas conviven con el arte sagrado --retablos románicos, pantocrátor de basílicas milenarias o imágenes de alabastro-- en el mundo museístico, una mirada sistemática más allá de la pura privacidad, prisionera del fetichismo de la obra en manos de sus dueños. 

La transición de la privacidad a los fondos de arte se inició con el cruce entre las colecciones de empresarios ascendentes y los tesoros de la nobleza; se estableció en la clasificación de ingentes piezas casi arrumbadas por los Alba (Palacio de Liria), Osuna (Palacio del castrato Farinelli, en Aranjuez), Medinaceli (Palacio Ducal, en Soria), Villanueva del Duero o Villavieja, este último, un marquesado que ostentó el coleccionista Luis Hurtado de Zaldívar que concentró su obras en el Palacio de Belgida, en la madrileña plazuela de Puerta Cerrada. Las pinceladas nobiliarias de vieja cuna, muy evidentes en la colecciones de López Quiroga y en la del marqués de Casa Serna, coincidieron con la entrada en escena de las colecciones modernas, como la de los Madrazo o la de los descendientes de García de la Huerta (el comerciante español más exitoso del ochocientos). A ellas se unieron las primeras recopilaciones de la nueva burguesía española: los núcleos Iriarte, Del Peral, Puche Bautista, Antonio Hernán o Páez de la Cadena, como recoge Pedro Martínez Plaza en sus aportaciones sobre el coleccionismo en España.

Y en este conjunto de incorporados al rebufo de los nuevos negocios destacó la amplísima colección de Gaspar de Remisa, el gran financiero catalán nacido en Sant Hipolit de Voltregà e instalado en Madrid, en el Barrio de las Letras. Remisa fue director general del Tesoro Real y perteneció al Consejo del Banco de Isabel II; durante la crisis y la revolución social de de 1848, impulsó la fusión de los bancos de San Fernando y de Isabel II, germen del actual Banco de España. Por su parte, José de Salamanca y Mayol fue un emprendedor con presencia en sectores como el ferroviario, la construcción, la banca o la inversión bursátil, una dedicación por la que fue acusado de corruptelas, pero protegido por María Cristina de Borbón, madre de Isabel II y regente durante su minoría de edad. Encargó su palacio-residencia al arquitecto Narciso Pascual y Colomer, el célebre ganador del concurso para erigir el palacio de las Cortes en la carrera de San Jerónimo. El palacio de Salamanca se levantó sobre un solar de doscientos mil pies cuadrados que había pertenecido al desamortizado convento de los Agustinos recoletos, que dio nombre al paseo. Mucho después, en 1991, con la creación de Argentaria (que englobaba todos los bancos pertenecientes al Estado), el palacio pasó a ser parte del Patrimonio público. En 1999, al ser absorbido Argentaria por el BBV, se convirtió en propiedad de la nueva entidad, el BBVA. En 2000 fue declarado bien de interés cultural en la categoría de monumento y actualmente es la sede de la Fundación BBVA en Madrid. 

A poca distancia del Prado, los palacios de Remisa y Salamanca, situados ambos en el Paseo de Recoletos después de la reforma urbanística recogida en las crónicas de Ramón Mesonero Romanos, fueron pozos insondables de obras de arte, en medio de un urbanismo deplorable. Cuando Fernando Chueca paseaba por Madrid a la búsqueda de la ciudad anterior a la época de Isabel II, tuvo que rendirse a la evidencia de que el caserío de Madrid (ese caserío que Alcalá Galiano tildaba de feísimo) se reedificó, hasta el de los barrios más humildes. Mesonero habla de los años 1846 y 1847 como aquellos “tan fecundos en proyectos como pobres en resultados”.

Cuando llegó el momento de los entronques entre coleccionistas de Madrid y Barcelona, todo parecía haber sido dispuesto durante el ochocientos para alcanzar la plenitud en el novecientos. Un experto como Fernando Reyero destaca que pintores como Goya o Montalvo eran lo más común en las colecciones renovadas, pero añade que, durante la Restauración, la pintura contemporánea se impuso claramente. Con la llegada del fin de siglo aparecieron dos sonoros hitos del coleccionismo: los Fortuny-Madrazo (desarrollado en la última entrega de esta misma serie de Crónica Global, titulada Arte y fábricas); y los Remisa-Moret, fruto del auge de Segismundo Moret y Prendergast, hacendista, literato y político liberal, que durante el reinado de Amadeo de Saboya fue ministro de Ultramar y desempeñó la titularidad de Hacienda tras la subida de Alfonso XII. Moret fue el continuador del gran monetarista liberal, Laureano Figuerola, oriundo de Calaf (Anoia), quien el 19 de octubre de 1868, como ministro de Hacienda, firmó el decreto por el que se implantaba la peseta como unidad monetaria nacional. La divisa nacional y las emisiones del Banco de España pusieron en órbita las inversiones en fondos de arte, valores seguros que sirvieron de refugio en los momentos de volatilidad. Figuerola no desarrolló su propia colección, pero fue un entusiasta de la inversión en arte, como alternativa a la compra de metales preciosos y de bienes raíces, activos que conocieron entonces las catastróficas consecuencias de la primeras burbujas del sector inmobiliario.

En Europa, casas de subastas, como Waagent y Dumesnil, se encargaron de prestigiar el coleccionismo en Francia, Reino Unido y Alemania; y frente a la pujanza de los países del entorno, la posición española fue defendida solo puntualmente por las aportaciones de la Exposición de Bellas Artes de Madrid o por la primera Exposición Universal de Barcelona. Después de los efectos de las desamortizaciones de los bienes de la Iglesia, la subastas a martillo habían ido inundando lentamente los mercados el arte. En aquellas primeras subastas, la colección Madrazo (eje de la inauguración del Prado) salió especialmente premiada con la adquisición de cuadros sobre temas religiosos de Murillo, el Españoleto, Velázquez, Correggio y Alonso Cano.

La dispersión del arte sagrado iba a recibir además el influjo de los coleccionistas píos que recorrieron el camino inverso devolviendo a las órdenes religiosas parte de lo que habían perdido. El caso más claro, en la Barcelona de la primera mitad del siglo pasado, es el de núcleo Serra-Chopitea, liderado por Josep Maria Serra i Muñoz, uno de los fundadores del Banco de Barcelona, propietario de una enorme colección de arte religioso regentada por su esposa Dorotea de Chopitea, benefactora de los Salesianos. En los años posteriores a la Semana Trágica de 1909, Chopitea utilizó su fortuna en ordenar y desprenderse de su colección sacra, instalada en un palacete de la Calle Montcada, y devolverla a la Iglesia; además, dictó testamento en favor de las órdenes e instituciones cristianas dedicadas a combatir los efectos de la pobreza.  

En otros casos, los quebrantos del arte sagrado en colecciones antiguas, como la de los citados duques de Osuna y de Medinaceli, sirvieron de pretexto para satisfacer otra forma de devolución más justa, no a la Iglesia, pero sí al erario público. Algunas piezas de estas colecciones desperdigadas por el paso tiempo fueron donadas a espacios museísticos por parte de otros destacados coleccionistas españoles con más tino a la hora de defender el patrimonio intelectual del país. Estos últimos devolvieron al origen una parte de las colecciones fraguadas por sus antepasados.