Una parte significativa del movimiento independentista, especialmente aquellos que han sido abducidos por la lógica del pastelero de Bruselas, se ha instalado de manera confortable en el conflicto perpetuo con el Estado. No hay ninguna intención de gobernar, sino de mantener la situación de confrontación abierta y de evidencia de ingobernabilidad, convencidos que esto acabará por producir la internacionalización del conflicto que hasta ahora no se ha conseguido, o que quizá, el Gobierno de España ceda más que nada por una cuestión de cansancio. Esta última posibilidad, creo que es más remota que la primera, ya que si algo tiene el presidente Mariano Rajoy es una paciencia digna de Job y una capacidad de inacción casi infinita. Habrá quien argumente que existe un independentismo más responsable, presto a rectificar y que sabe que el país tiene que ser gobernado y que la República prometida se debe posponer en pro de la gobernabilidad y de ganar tiempo para ampliar la base social. Lo curioso del caso es que quienes hacen esta interpretación de una cierta vuelta a la cordura y el realismo asignan esta condición política a la gente de Esquerra Republicana, partido y políticos del cual se significaron en su momento impidiendo cualquier rectificación de Puigdemont antes de su huida, en forma de convocatoria electoral. Son los de "ni un paso atrás" o los mismos de las "155 monedas de plata". El oportunista exconsejero Santi Vila, en su libro de autoexculpación, explica bien el comportamiento fanático de la mayoría de líderes de ERC que se suma a su proverbial historia de ocurrencias y a su escasa cultura de gobierno. Pasqual Maragall y el PSC saben algo de ello.

A estas alturas las diversas familias que conviven y que se soportan de mala gana, incluso con mala leche, en el procés, manifiestan tener un auténtico horror a tener que gobernar y de hecho no disponen de ningún proyecto político común --ni tampoco particular--, más allá de "construir República", lo que en realidad es como no decir nada. Quienes hablaban de construir Estado para disponer de más soberanía han dilapidado el autogobierno y sus instituciones a base de demostrar su ligereza y también su vacuidad. Que no se sorprendan si hay quien ve todo este entramado como prescindible, al ser poco más que un modus vivendi. Ya llevamos demasiados años sin manejar las cosas que realmente influyen sobre la calidad de vida de los ciudadanos. ¡Se nos va el tiempo y los años en épica! Cataluña ha vivido de renta, de un empuje que llevaba del dinamismo anterior a la crisis, pero a estas alturas el precio de vivir instalados en la irrealidad y de provocar fractura social ya es inmensa. Ciertamente había una sociedad civil que suplía los déficits de una política que ya hace décadas ha priorizado los gestos más que las estrategias de desarrollo elaboradas y sostenidas. Hablo de la sociedad civil real, no la que la política inventa para promover la agitación y la propaganda. Hay gestualidades que satisfarán la condición "rebelde" que sienten y se permiten ahora las clases medias y algunas de adineradas del país, pero el daño reputacional y social que provocan es enorme.

Una parte creciente de la sociedad catalana ha desconectado de este zigzag demencial con que nos intentan hacer comulgar el movimiento independentista y sus trifulcas internas

Una parte creciente de la sociedad catalana ha desconectado de este zigzag demencial con que nos intentan hacer comulgar el movimiento independentista y sus trifulcas internas. Han pasado más de diez semanas de las elecciones y ninguna facción parece tener demasiado interés en recuperar verdaderamente el autogobierno que se decidieron jugar a la ruleta rusa. Pasada la pantalla de la obsesión legitimista de Puigdemont, ahora estamos en modo reafirmar la DUI en el Parlamento --que fuera del hemiciclo todos han negado como veraz--, lo que es de una ridiculez que mata, como lo es pretender que la solución pasa por designar presidente un preso que será inhabilitado en pocos meses, al cual se le pretende sustituir por nuevos encausados que se irán relevando en un bucle hasta el infinito. Resulta infantil, inútil y un perjuicio incalculable para un país al que afirman querer tanto. Nadie pone punto y final a este inacabable juego de los disparates de presidentes no presenciales, de comparecencias en plasma, de dualidades institucionales y de territorios libres en Bélgica. Más allá de la escasa voluntad de salir de ello, tampoco tienen un programa de gobierno. Que la discusión en los intentos de construir un acuerdo haya pivotado exclusivamente sobre quién se hace con el control de la comunicación gubernamental o cómo se reparte --quién controla TV3, Catalunya Ràdio y las subvenciones a los medios privados-- es bastante indicativo de su concepción de la política y del gobierno como la disposición de una gran aparato de propaganda, convencidos, de que con ésta se puede seguir teniendo una buena parte del país obnubilado por una fantasía. Pronto vamos a ser poco más que relato.