Bruselas es una ciudad fría e inhóspita, especialmente para quienes hablan un idioma incomprensible para los defensores del club de Estados de derecho. El presidente legítimo y cesado de la Generalitat se equivocó de refugio si lo que pretendía era hacerse escuchar para ganar adhesiones a su causa, otra cosa es que solo buscara su seguridad o leer su nombre en la prensa internacional. Seguro que todavía queda quien cree una genialidad la historia belga protagonizada por Carles Puigdemont y la mitad de sus consellers, aunque tengo la intuición de que esta percepción se quebrará en cuanto empiece la campaña electoral con un candidato a la presidencia injustamente encarcelado, enfrentado a su exsocio degustando chocolate en la Grand Place.

Tanta maldad está por ver, claro; pero hay un pósito de enfrentamientos y desconfianzas entre ERC y el PDeCAT que puede explotar en cualquier momento. La causa de la independencia les une o les ha unido, pero no tanto como para olvidar las afrentas. Y mucho más ahora que todo apunta a que la urgencia por construir la república catalana va a relajarse un poco. La reflexión parece que se está abriendo camino entre los protagonistas con aspiraciones a gobernar.

La primera entrega de dicha reflexión llegó de parte de Joan Tardà, quien aludió a una cierta conciencia de que la urgencia no ha sido buena compañera, de que la capacidad de la Generalitat y sus dirigentes no daba para tanto, de que la ley tiene un reconocimiento internacional mucho más amplio de lo que les convenía y de que el Estado se ha demostrado determinado incluso a lo peor para defender su estabilidad. La imaginación va a dar paso al pragmatismo, aunque sea en formato relativo.

Hay un pósito de enfrentamientos y desconfianzas entre ERC y el PDeCAT que puede explotar en cualquier momento

Al menos en Barcelona, porque Bruselas puede convertirse en un santuario de resistencia donde les avemarías se recen en la denuncia de supuestos golpes de Estado, amenazantes fascismos y en la abominación del europeísmo insensible a la unilateralidad fundamentada en la burbuja de la legalidad no reconocida. Puigdemont puede convertirse en un oráculo de radicalidad incómodo para todos, para su partido y especialmente para ERC, muy pendientes de los sondeos, del estado de ánimo de los votantes y de fórmulas de gobernabilidad más ancoradas hacia la izquierda.

La complejidad de la situación vista desde el corazón de Europa fomenta algunos absurdos retóricos, como el de mantener la denuncia de las elecciones del 155 como ilegales e ilegitimas. Dicha posición, perfectamente defendible si se rechazan de plano los comicios, se transforma en un error una vez los partidos, incluidos los independentistas, se han apuntado a participar; un error con efectos perniciosos: deslegitimar al posible ganador y al nuevo presidente de la Generalitat.

Aunque el premio Nobel del absurdo político debe reservarse a una pregunta muy repetida y compartida por muchas voces refugiadas en una falsa y furiosa ingenuidad para seguir deslegitimando la convocatoria: dígame señor Juncker, Europa, el Estado español, el mundo, ¿va a respetar el resultado de las elecciones del 21 de diciembre si ganan los partidarios de la República catalana? La respuesta es obvia porque ya se materializó en 2015. La victoria no les puede ser legalmente negada porque sería altamente antidemocrático impedir la constitución del Parlament y el Gobierno según las urnas; lo que va a desencadenar un nuevo 155 será la reincidencia en una vía que supere los límites del Estado de derecho. La pregunta correcta sería pues: ¿cuándo va a asumir formalmente el soberanismo que no hay otra vía para avanzar que la del referéndum pactado que implica la reforma de la Constitución o la modificación de la doctrina del TC?