Hace ahora treinta años, un servidor de ustedes la estaba emprendiendo a martillazos con el muro de Berlín porque a su novia se le había metido en la cabeza volver a casa con unos trocitos del mismo. Me secundaba en la tarea el bueno de Andreas, un simpático ejecutivo de la Volkswagen que convivía con una amiga de mi novia y en cuya casa nos habíamos incrustado a pasar unos días. Supervisados a cierta distancia por nuestras parejas, el alemán y yo -a los que la cosa se la soplaba- le dábamos al martillo, les mostrábamos los cachos de muro que habíamos obtenido, ellas los miraban con cara de “no os habéis matado, no” y volvíamos a nuestra labor hasta conseguir encontrar unas piezas más monas.

La verdad es que el muro estaba lleno de gente que hacía lo mismo que nosotros: todo el mundo quería un souvenir comunista. La ciudad estaba eufórica y parecía que, a partir de entonces, todo sería una fiesta para los berlineses. Enseguida se vio que no, cuando algunos señoritos del Oeste empezaron a quejarse de que la chusma del Este se les colaba en sus supermercados y cuando ellos llegaban ya no quedaban sus yogures favoritos (los pobres comunistas a su pesar sufrían la versión alimenticia del síndrome de Stendhal y casi se desmayaban al ver que al otro lado había 40 marcas distintas de chocolate). Luego vino el resurgimiento de la extrema derecha en la antigua RDA, y ahora muchos seguimos teniendo la sensación de que los ex comunistas son una especie de alemanes de segunda.

Un par de años antes de ese viaje, pude conocer el Berlín Oriental --el taxista que me llevaba al Checkpoint Charlie me preguntó en francés: “¿Pero a qué va? No hay nada que ver”--y ya capté señales de que a aquello le quedaba poco tiempo. Tuve que cambiar marcos de verdad por los papelitos locales que hacían como de dinero y que debías gastar o te los comías, pues no te devolvían los marcos occidentales. Lo recuerdo todo a oscuras y de una tristeza desoladora. Yendo por una avenida en penumbra, algo ruinosa, pero bonita, levanté la vista hacia la placa más cercana y vi que estaba deambulando por la otrora gloriosa Unter den Linden (Bajo los Tilos). Al regresar a Checkpoint Charlie para volver al mundo real, un soldado me preguntó si me había gastado el dinero del Monopoly que me habían dado. Le dije que no y me urgió a que lo hiciera, señalándome una licorería cercana, donde adquirí una botella de vodka para mí y otra para él. Se la guardó velozmente en un bolsillo del abrigo, me sonrió y levantó el pulgar en señal de victoria.

Ante semejante actitud derrotista, deduje que aquello no se sostenía. Lo comprobé en 1989, mientras le daba de martillazos al muro para tener contenta a una mujer a la que hace años que no veo y de la que no sé qué hizo con sus cachitos de historia contemporánea. Eso sí, como el personaje de la canción de Bowie, me di cuenta de que podíamos ser héroes, aunque solo fuese por un día.