La herencia de Quim Torra está resultando corrosiva para las instituciones catalanas. El ex presidente de la Generalitat cometió una tontería con las pancartas, utilizó la inhabilitación para acceder a la categoría de mártir y por su testarudez en no convocar elecciones dejó sin margen de maniobra a al gobierno. Luego JxCat y ERC completaron el entuerto negándose a presentar ningún candidato a la presidencia, abriendo así la puerta al automatismo electoral. Finalmente, la incompetencia jurídica en la interpretación de este automatismo hizo el resto, instalándonos en un penoso ridículo institucional.

La responsabilidad de Torra es innegable para entender este ridículo institucional y lo que vaya a ocurrir en las próximas semanas, una batalla de legitimidades electorales que ahondará la brecha entre las dos Cataluñas instauradas en 2017. La secuencia de errores (inhabilitación incluida) podía haberse evitado torrcon un mínimo de sensatez política por parte del ex presidente. Podía haber retirado las pancartas cuando fue requerido, podía haber convocado elecciones cuando correspondía por el desastre gubernamental (la semana que viene se cumplirá un año de su declaración institucional) o podía haberlo hecho como respuesta política a su procesamiento.

Podía, podía, podía, pero optó por la resistencia, justificando que la Generalitat es de los que la gobiernan y que éstos pueden colgar las pancartas que gusten incluso en período electoral; se aferró  a la denuncia de una supuesta persecución judicial a todo un país por el hecho de haber jugueteado él con el patrimonio institucional de todos. En ningún momento pensaría que después de su estéril paso por la presidencia de la Generalitat las instituciones y el país debían seguir adelante. Condicionó de tal manera la salida de su crisis personal que confundió a los suyos.

Los suyos, ahora, nos insisten que estamos en el pantano judicial electoral por culpa del Tribunal Supremo que se atrevió a inhabilitar a un presidente de la Generalitat en el cargo, empujando al país a las elecciones, inevitablemente. La explicación responde a una discutible percepción de la realidad, siendo simplemente una letanía para consumo de la congregación: la culpa es del estado, nosotros siempre somos las víctimas.

La inhabilitación es solo un factor más del laberinto. La exigencia de una convocatoria electoral para substituir un gobierno desconcertado y enfrentado internamente era un clamor muchos meses antes de que el presidente Torra fuera inhabilitado por el Tribunal Supremo. Las elecciones ya eran una urgencia, reclamada incluso por los socios del gobierno, bastante antes de que la virulencia de la pandemia viniera a agravar la situación, la interna del gobierno y la general de los ciudadanos. Nunca se tuvo a bien convocarlas, porque el ego victimista de Torra lo impidió, porque a Puigdemont no le convenían y porque a ERC y JxCat les venía bien, en última instancia, que las elecciones fueran resultado de una decisión judicial, extremo (la injerencia de los jueces, aunque sea provocada) que siempre les sirve como argumento electoral.

El automatismo electoral elegido por la mayoría independentista cuando Cataluña se quedó sin presidente (elegirlo habría sido para la doctrina soberanista “legitimar la injusticia del TS”, perdiendo de paso un eslogan propagandístico muy del gusto de sus votantes) implicaba una presidencia en funciones para la Generalitat y convertía al presidente del Parlament en un simple gestor de los plazos fijados en la legislación. Y con la presidencia en funciones, se perdió la competencia de convocar elecciones, más allá de cumplimentar los comicios forzados por la culpa lata de la mayoría parlamentaria.

La crisis sanitaria provocada por el coronavirus, el miedo al contagio y la existencia de un número indeterminado de catalanes que no podrán ejercer su derecho al voto complica la celebración de una jornada electoral en esta circunstancia, sea el 14-F o el 30-M. No se puede obviar pero tampoco utilizar en beneficio de tanta insensatez política como la demostrada por la mayoría soberanista, como poco desde el 29 de enero de 2020, fecha de la solemne declaración de Torra dando por muerta la legislatura.

Tenemos una fecha fijada por el automatismo elegido por el Parlament, un decreto mal redactado y argumentado para suspender la convocatoria, según la mayoría de los juristas, firmado por un presidente en funciones sin competencia para hacerlo, unos recursos planteando la irregularidad del mismo y un TSJC al que se le traslada la responsabilidad de mantener una fecha de mal cumplir y con informes epidemiológicos alarmantes para respetar la letra de la ley o transigir en una interpretación que permita incorporar la gravedad de la pandemia como razón suficiente para reconsiderar el 14-F. ¿Pero quién convocará unas elecciones en fecha diferente si no hay un presidente para firmar el decreto y las convocadas según el procedimiento vigente han sido suspendidas por imperativo sanitario? ¿Cómo se determinará el día apropiado para votar con seguridad respetando los plazos exigibles para una correcta celebración electoral?

Decidan lo que decidan los jueces, el lio está servido. La justicia seguirá siendo objeto de controversia política, la credibilidad de las instituciones catalanas seguirá cayendo en picado, la incompetencia del actual gobierno crecerá hasta el infinito y el peso de los intereses electorales de los partidos (todos) acabarán imponiéndose como siempre. Penoso.