Esta semana estuve en la presentación en Barcelona de la última novela de Emiliano Monge, un reconocido escritor mexicano con quien tuve la suerte de entablar amistad cuando él aún vivía en la capital catalana, “ciudad donde viví tantos años como los que tengo de haberme ido y a la que quiero muchísimo”, como escribió él mismo en Twitter hace unos días.

Monge vive ahora en Ciudad de México, donde además de jugar con los no se cuántos perros con los que convive y procurar que no se zampen su comida, se dedica a escribir libros sin parar. Hace cuatro años publicó No contar todo (Penguin Random House, 2019), una novela de no ficción que narra la saga de los Monge a partir de la increíble historia de su abuelo, un hombre capaz de fingir su propia muerte en un accidente provocado para cobrar una indemnización y desaparecer del mapa durante un tiempo. Recuerdo que cuando Emiliano me contó la historia de su abuelo me pareció surrealista, demasiado bestia para ser real (el abuelo acabó reapareciendo años más tarde, dejando de piedra a la familia), así que no me extrañó que acabara publicando una novela sobre él y la de sus predecesores, su hijo y su nieto (él mismo).

También recuerdo que Emiliano me hablaba mucho de su madre, una mujer carismática, que se reía de él con cariño cuando le contaba lo que le ocurría por Barcelona, y con quien creo que tenía una relación más estrecha que con su padre. Así que tampoco me extrañó que su madre acabara siendo la protagonista de su última novela, Justo antes del final (Penguin Libros, 2022). “Esta es la historia de una mujer que se enfrentó a su tiempo y a su mundo, pero que es también la historia de este tiempo y este mundo: la segunda mitad del siglo XX y las primeras décadas del siglo en el que estamos”, como escriben desde la editorial.

A base de llenar el texto de datos y acontecimientos históricos ocurridos desde el nacimiento de su madre (1948), Monge no solo hace un retrato de la mujer que le dio la vida, sino que hace un mural de los “progresos” de la humanidad hasta hoy (la llegada de la píldora anticonceptiva, el diagnóstico del espectro Asperger, el protocolo de Kioto...), haciéndome pensar un poco en algunos libros de Stefan Zweig, autor que, por cierto, empecé a leer por insistencia de Emiliano.

Una de las cosas que más me sorprendieron durante la presentación de su novela fue la respuesta que me dio Emiliano cuando le pregunté si después de haber escrito esos dos últimos libros de tintes autobiográficos había experimentado alguna emoción nueva con respecto a sus padres, algún tipo de catarsis interior. ¿Los comprendía mejor como hijo? ¿Les había “perdonado” alguna acción del pasado?

Me contestó que él tiene muy claro que su trabajo es hacer literatura a partir de las historias que le inspiran –“algunas llegan desde dentro y otras de fuera”— y que uno de sus requisitos básicos antes de ponerse a escribir es identificar muy bien cuál será la voz del narrador, así no hay interferencias con su propio yo.

“Curiosamente”, explicó, las historias que le llegaron de fuera, “historias que tuve que procesar por dentro para convertirlas en literatura”, como las que inspiraron a Las Tierras Arrasadas, una novela sobre un grupo de inmigrantes que es atacado en la noche por una banda de secuestradores, o El cielo árido, un retrato de la violencia en el México rural, “fueron las que más me removieron por dentro”. Mientras que las que llevaba “aquí dentro mucho tiempo” y que tuvo que sacar fuera en forma de libro –como las historias de su abuelo y de su madre— no le sacudieron tanto la consciencia. 

Me sentí un poco identificada con lo que decía. Como persona, y no solo como periodista y escritora, siempre he tendido a buscar inspiración en historias que me llegan de fuera, sea la historia de un inmigrante, un asesinato, una injusticia, o alguna anécdota que ha sucedido en mi familia. “Eso es porque eres extrovertida”, me dijo un amigo el otro día mientras comíamos. Él se considera introvertido, es decir, una persona que no depende tanto de los estímulos externos para sentirse realizado. Por eso, a él los meses de confinamiento durante la pandemia no se le hicieron tan duros como a mí, que de pronto vi como todo lo que me estimulaba desaparecía: no viajaba, no me cruzaba con nadie en la calle, no me ocurrían imprevistos ni coincidencias, no hablaba con desconocidos. Me había quedado sin “carga” de energía. Algunos dicen que el mundo no ha cambiado nada después de la pandemia. Yo creo que al menos he aprendido a ser un poco más introvertida.