Esta semana ha venido cargada de relaciones sociales. El lunes quedé para comer con una amiga que hacía casi medio año que no veía. Entre el confinamiento y que ella suele ir siempre muy liada de trabajo, nos resulta complicado quedar, pero solemos hablar por teléfono una vez al mes y estamos en contacto por las redes sociales. Con Anna compartimos muchos intereses culturales y profesionales, y estamos en el mismo estado vital  --solteras y sin compromiso--, así que cuando quedamos en persona las conversaciones resultan siempre estimulantes y entretenidas.

El martes quedé con otra amiga para jugar al tenis. Nuestra amistad surgió en la pista, así que nuestros encuentros mensuales suelen ser para hacer deporte o cenar (cuando se puede) y probar vinos, pasión que compartimos.

El miércoles tocaba comer con dos amigas del cole, que además son vecinas. Antes de llegar al restaurante ya sabía de qué hablaríamos: los hijos, el trabajo, el día a día en el pueblo... nada especialmente interesante, pero estaríamos a gusto, como en familia. Podría quedar con ellas hoy, mañana, o al día siguiente, y sería más de lo mismo: la dulce sensación de aburrimiento y confort que te proporcionan los amigos de toda la vida. Probablemente no me sorprenderán con historias fascinantes (ni yo a ellas), ni me darán contactos profesionales o ideas que pueda aprovechar para una nueva novela, pero estaré a gusto y seré yo misma al cien por cien. ¿No es eso una amistad verdadera?

El investigador social Arthur C. Brooks escribía este mes en The Atlantic que el adulto medio estadounidense tiene una media de dieciséis personas a las que llamaría “amigos”. De estas dieciséis, solo tres serían “amistades verdaderas”, el resto encajarían en la clasificación de amistades “acordadas” (deal friends), es decir, aquellas que nos proporcionan algun tipo de utilidad o placer, como ayudarnos a escalar a nivel profesional, entrar en una dinámica social específica, o simplemente deleitarnos con una conversación interesante porque las admiramos. Sin embargo, este tipo de amistades “útiles” o “acordadas” no proporcionan auténtico confort y alegría. “Si crees que tu vida social te produce una sensación de vacío e insatisfacción, quizá solo sea que tienes demasiados amigos por utilidad o placer, y no suficientes amigos verdaderos”, escribe Brooks.

Tras décadas de investigación, son cada vez más los estudios que demuestran que es casi imposible ser feliz sin amigos, afirma Brooks, profesor en la Harvard Kennedy School y autor de numerosos libros. Para el reconocido investigador, que además es músico y fue trompetista de la Orquestra Ciutat de Barcelona, la amistad explicaría aproximadamente el 60% de la diferencias en el nivel de felicidad entre una persona u otra, sin tener en cuenta si son introvertidas o extrovertidas. Una de las señales más evidentes de bienestar al llegar a la edad madura es poder enumerar rápidamente los nombres de un puñado de buenos amigos. “No es necesario tener decenas de amigos para ser feliz, y de hecho la gente tiende a ser más selectiva con la edad. Pero la cifra tiene que ser mayor de cero, y la pareja sentimental no cuenta”, aclara Brooks.

Aristóteles diferenciaba entre tres tipos de amistades: en primer lugar, la amistad por virtud, o perfecta, donde encajarían los amigos verdaderos, como mis amigas del cole. Son amigas porque sí.

En segundo lugar, la amistad por placer, que es aquella en la que ambos amigos obtienen lo que desean, complaciéndose cada uno (mis compañeras del club de tenis, por ejemplo, o mis examantes, porque siguen siendo guapos y dignos de mi admiración intelectual). En tercer lugar, la amistad por utilidad, que es donde la amistad dura el tiempo que se proporcionan los beneficios mutuos (aquí encajarían por ejemplo mis colegas periodistas). Lo bueno es que los tres tipos de amistad no son excluyentes, sino que pueden mezclarse con el tiempo. Lo importante, sin embargo, es mantener las del primer tipo, las amistades por virtud, ya que no tienen mas interés que la amistad en sí y son las que nos realizan. 

“Desafortunadamente, los incentivos de la sociedad nos presionan para tener más amigos útiles que verdaderos. La necesidad de escalar profesionalmente, las horas que nos pasamos en el trabajo (...) tenemos menos tiempo para los amigos verdaderos, y eso, a la larga, pasa factura”, observa Brooks.

¿Qué podemos hacer para corregir la situación? En primer lugar, llevar a cabo un chequeo de nuestras amistades: Brooks sugiere preguntarse a uno mismo cuánta gente conocemos bien de verdad: ¿sabrías detectar si estás triste o contento? ¿estás cómodo hablando de temas personales? Los amigos de verdad son aquellos con quien puedes abrirte y ser tú mismo, profundizar sobre la vida o incluso pedir ayuda. No son aquellos con quienes te gusta quedar porque tienen una conversación interesante o te pueden presentar a alguien.

“Sigue haciendo amigos, aunque creas que no los necesites”, aconseja Brooks. Y si no pertenecen a tu ambiente habitual --tus aficiones, el trabajo--, si es gente que no puede serte útil en tu vida diaria, gente otras creencias, razas o ideologías políticas, todavía mejor. “En nuestro mundo acelerado, donde el éxito profesional se valora por encima de todo lo demás y el trabajo se ha vuelto como una religión, corremos el riesgo de perder de vista una de las necesidades humanas básicas: conocer en profundidad a los demás y dejar que nos conozcan”, concluye.