Finalmente, la Rusia de Putin terminó por llevar a cabo aquello con lo que estuvo amenazando durante tiempo y que un cierto sentido de la cordura y de las proporciones nos hacía creer que no sucedería. Una guerra de tipo antiguo, de cuando las cosas desfilaban en blanco y negro, pero que es retransmitida en directo y que no creo seamos suficientemente conscientes de que tiene lugar en el corazón de Europa y cuyas consecuencias últimas todavía no podemos ni imaginar. Efectos profundos y a largo plazo.

La guerra son cuerpos de ejército, armamento, pero sobre todo personas a las que se les destroza la vida, que se les ha condenado a vivir asustados y en el horror. ¿Cómo es posible que la decisión de un autócrata pueda causar tanto dolor a tanta gente, tanta destrucción inútil?

Cuando comienza una guerra hay poco que decir, las palabras pierden su sentido. Todo parece sobrante y ridículo. Nuestros problemas políticos y preocupaciones cotidianas pierden significación e incluso seriedad. ¿Qué interés pueden tener las broncas internas del Partido Popular o las disputas de patio de colegio entre facciones independentistas?

La guerra que ha declarado Putin en Ucrania nos recuerda la dimensión de crueldad que puede tomar la vida, especialmente cuando se enfoca muy mal. Y no es sólo el sufrimiento que visualizamos y que obtiene el primer plano. Sobre todo, se pone de relieve la importancia de la libertad y la seguridad conculcada en nombre de vete a saber qué delirios imperiales o pulsiones por exceso de testosterona.

Nunca hay razones que justifiquen el camino de la guerra. No las hay acreditadas o justas. Menos aún existe ningún derecho ni razón que haga aceptable atacar a los demás, no respetar su soberanía. En el fondo, lo que estamos viviendo, más que una guerra entre dos países confrontados es una brutal agresión de unos hacia otros. Una demostración de desmesura.

Si Rusia tenía alguna razón que esgrimir con relación al alineamiento de Ucrania con el bloque militar occidental de la OTAN, la ha perdido de forma absoluta con su brutalidad injustificable. La desigualdad de fuerzas es tal, de 1 a 10, que se convierte en el abuso del que se sabe extremadamente fuerte respecto a aquel que es débil de forma muy evidente. No puede ser honroso en modo alguno, suponiendo que en la práctica de la violencia fuera posible la existencia de códigos de honor a respetar.

Ucrania y Rusia han tenido históricamente una larga y a veces no suficientemente confortable relación. No responden al perfil de comunidades homogéneas ninguna de ellas pues hay múltiples etnias, religiones, lenguas y culturas. Tienen mucho en común, pero lo que ha hecho Putin con su atropello y el intento de humillar a los ucranianos es crear justamente separaciones y odios que pueden durar siglos.

Hay cosas que no se olvidan y, lo que es peor, generan cohesiones identitarias y filiaciones nacionalistas que no suelen traer nada bueno. En Ucrania lo ruso y lo específicamente ucraniano han convivido hasta ahora sin muchos problemas, precisamente porque son una mixtura, un híbrido de muchas cosas. Difícilmente, después de esa agresión, esto sea nunca más así. Hay heridas que se alargan exageradamente en el tiempo y crean diferencias insalvables.

El problema principal en estos momentos, aparte de captar el grado de frialdad y psicopatía de Putin o el ver hasta dónde quiere llevar las cosas, es la salida de este trágico embrollo. A pesar de la complejidad, lo difícil no es desplegar los ejércitos, sino su repliegue una vez han salido de los cuarteles. No por cuestiones técnicas, sino por imperativos geopolíticos y de la propia dinámica interna de Rusia.

Putin no tiene vuelta atrás. Quemó las naves y solo le sirve una victoria, aunque ya no puede ser rápida, abrumadora y definitiva como pretendía. Europa y todo el mundo occidental ya no pueden permitirse parches y están moralmente obligados a mantener el aislamiento de Rusia tanto en términos económicos como políticos. Se juegan conceptos que están en el tuétano de nuestra cultura y visión del mundo: libertad, soberanía, Estado de derecho, seguridad, respeto, valores democráticos...

La respuesta interna de los rusos a Putin ayudaría mucho a deshacer esta situación, a la vez que permitiría distinguir a la ciudadanía de un país magnífico de sus nefastos dirigentes. Sin embargo, el clima de represión interna lo hará muy difícil.