La constitución de los gobiernos municipales ha dado lugar en algunas ciudades catalanas a un griterío impulsivo y compulsivo. Los insultos y demás improperios que los concentrados indepes protagonizaron contra el “trifachito de Sant Jaume” parece que sorprendieron a los comunes, no porque no tengan experiencia en gritar al adversario sino porque no parecen tener preparados sus oídos para ser importunados.

Decía Montaigne que “la obstinación y el ardor de opinión son la más segura prueba de estupidez”. De ser así la concentración en la plaza Sant Jaume fue una exhibición impúdica de la necedad independentista y su terca obsesión en mostrarse como elegidos por la Nación o como miembros exclusivos del club Poble Català.

Si los prohombres del nacionalismo levantaran la cabeza se rasgarían sus vestiduras al contemplar cómo sus descendientes han vulgarizado sus formas de desfilar y sus maneras de hablar. Qué poco ha quedado del paramilitarismo catalanista, tan republicanista como fascista de los años treinta del siglo XX, o de las multitudinarias y amarillistas manifestaciones que brindaban al cielo mosaicos cuatribarrados al son de una hermandad medieval en las primeras décadas de nuestro siglo. Tanto griterío es consecuencia, en parte, de la colectiva y católica exaltación Sursum corda. Como en el prefacio de la misa, los fieles independentistas han levantado los corazones, tan alto los han elevado que los han situado muy por encima de sus cabezas o de sus cerebros.

Si los gritos desaforados se explicasen únicamente como un impulso irracional quedarían justificados. Tantas voces descocadas contra el nuevo adversario responden a algo más que a una obsesión. El equipo de cómicos del régimen nacionalcatalanista ha parodiado la situación aludiendo a una congénita ambigüedad de Colau. Otros no opinan igual. Hace tiempo que algunos políticos han calificado a los comunes y a sus colegas podemitas como los tontos útiles del ultranacionalismo. Las alianzas por activa con los socialistas y por pasiva con Valls, negociadas por el equipo de Colau y refrendadas por las bases de Barcelona en Comú, han demostrado lo errado de esa apreciación.

El gesto lacista y antidemocrático de la alcaldesa y su equipo puede ser entendido como una concesión a la estulticia gritona del procesismo. Sin embargo, el despliegue de un lazo amarillo en el balcón del ayuntamiento no va calmar la desazón entre los independentistas que parecen haber caído en la cuenta de que el pacto de los comunes no ha sido un engaño.

Poggio Bracciolini escribió un cuentecillo en la Florencia del Quattrocento que parece pensado para entender lo sucedido en la Barcelona del siglo XXI: “El padre de un amigo nuestro tenía trato carnal con una mujer casada con un hombre que era tonto y tartamudo. Una noche que fue a verla, pensando que el marido no estaba, llamó despreocupadamente a la puerta imitando la voz del marido y pidió que la abrieran. Y el necio del marido, que estaba en casa, al oír la voz del otro, dijo: ‘Juana, abre la puerta y deja entrar a ése, que parece que soy yo’.

Los independentistas oyeron a los comunes que imitaban su voz y los tomaron como ellos mismos. Los ingenuos han sido ellos por creer que esos comunes, en tanto que soberanistas, hablaban el mismo lenguaje y tenían el mismo objetivo. En fin, el poble ha sido engañado por otro pueblo. De seguir así ya solo les queda el derecho a la pataleta y al grito, porque Barcelona aún vale una misa.