Estamos viviendo un tiempo de regreso a situaciones antes ya vistas en Europa y en el mundo del crecimiento de ideologías ultranacionalistas con resultados que todos haríamos bien en recordar. Estas ideologías tienen como principales ingredientes huir de la racionalidad y alimentar las emociones y los miedos de amplios sectores de la población derivadas de una situación de crisis económica y social. El ultranacionalismo parece buscar un chivo expiatorio donde fijar las frustraciones de la gente, y se concreta siempre en el diferente. La xenofobia y el racismo contra los más desvalidos acostumbran a ser un elemento aglutinador de este pensamiento. Todo esto adobado con dosis de un supuesto nacionalismo exacerbado que califica de "traidor y mal patriota" a todo aquel que no comulga con sus postulados.

En los años treinta del siglo XX, en Europa se vivió una oleada de este ultranacionalismo que recibió el estímulo --cuando no fue fomentado-- de la derecha económica para poner freno al crecimiento de los movimientos sociales de la izquierda socialista y comunista. La patria, la nación se confronta con el sentimiento de clase. El idealismo abstracto frente a la racionalidad de la realidad, así crecieron el nazismo y el fascismo, y esta fue la razón de la cruzada contra la II República de los que defendían los supuestos valores eternos de la nación española (?).

Estos movimientos han sido siempre dirigidos especialmente --y han encontrado eco-- a las clases medias rurales y urbanas. Antes era el miedo a la clase obrera, hoy es el miedo a la pérdida de sus perspectivas de vida y de capacidad de consumo por la crisis. Ahora se concreta en un ultranacionalismo de regreso al viejo concepto de nación que nos defiende de los enemigos externos, y mediante un regreso inviable al pasado en un mundo globalizado.

Pero mucha gente, empezando por las clases medias y arrastrando en muchos casos sectores de la clase obrera afectados por la crisis, quiere creer en estas ofertas irreales, y las creencias basadas en emociones son difíciles de combatir desde la realidad. El nacionalismo, la religión y el fútbol serían hoy "el opio del pueblo" del que hablaba Marx, no son racionales porque se basan en la fe. El estómago o el corazón en preeminencia frente al cerebro, y esto hace difícil el razonamiento y el diálogo desde la racionalidad.

Todo esto se hace patente en el triunfo de Trump, el crecimiento de la extrema derecha ultranacionalista y xenófoba en Europa, los efectos de Le Pen en Francia, Wilders en Holanda, la AfD en Alemania, la Liga Norte en Italia, o una gran parte de los países de la antigua Europa del Este. Pero también es el fenómeno de Putin en Rusia y otros.

Todos ellos plantean la prioridad del cierre en la nación-Estado, y todos ellos buscan un enemigo externo. En los años 30 eran los judíos, hoy son los emigrantes, los diferentes, el de otra religión, otro color, otro pensamiento. Estas son las bases en la que se quiere asentar el populismo ultranacionalista.

Ahora vemos cómo Trump y los suyos vituperan a los emigrantes y a los latinos, e incluso desafían todos los acuerdos internacionales y abocan a una guerra comercial. Toda la ultraderecha europea se centra en el odio a los inmigrantes sin tener en cuenta que necesitan de la mano de obra emigrante para subsistir en un futuro. Pero les da igual, Salvini, de la Liga Norte en Italia, es el ejemplo perfecto de este nuevo fascismo con su "ni emigrantes ni romaníes (gitanos)", y ha pasado sin discontinuidad de su nacionalismo separatista del "Roma ladrona" y "Padania libre" a defender ahora "primero los italianos".

En fin, estamos ante una oleada de pensamiento profundamente reaccionario en todos sus aspectos que puede poner en grave peligro todas las conquistas de la posguerra, desde el Estado del bienestar, a la Unidad Europea, incluso la convivencia dentro de cada país y entre los diferentes países.

En España hay síntomas preocupantes. El caso de Cataluña lo es. El movimiento independentista, fundamentalmente de clases medianas y rurales, es un ejemplo; en poco tiempo la sociedad catalana está hoy --mal que nos pese a todo el mundo (¿o no?)-- profundamente fracturada y dividida en torno a un proyecto irreal pero motivador para una parte de la población. Y también es preocupante la retórica de Albert Rivera y Ciudadanos de exaltar cada vez más un proyecto radicalmente nacionalista y patriotero de españolismo rancio y de reminiscencias joseantonianas que nada tiene que ver ni siquiera con el nombre de su partido.

El panorama es preocupante, estamos en un momento que Gramsci reflejó de forma muy clara en su tiempo: "El viejo mundo se muere. El nuevo tarda a aparecer. Y en este claroscuro surgen los monstruos". Es imprescindible una alternativa de progreso que evite resignarse a que la hegemonía sólo la disputen el neoliberalismo globalizador con el ultranacionalismo.