A estas horas Japón va a las urnas y al mismo tiempo vive su pesar por el asesinato del exprimer ministro Shinzo Abe. Tanto lo uno como lo otro --la voluntad soberana y el tributo de agradecimiento-- corresponden a la vieja dicotomía del crisantemo y la espada. Abe fue uno de los grandes de la vida pública japonesa, miembro de una dinastía política de mucho peso y experiencia. Ahora es costumbre renegar de las dinastías políticas, pero en sus mejores exponentes se reconoce el valor de las buenas lecciones aprendidas en casa.

En la segunda Guerra Mundial, el Ejército japonés dejó un rastro de crueldad que sería una de las cargas morales de su postguerra, tutelada por Douglas MacArthur: él intuyó que respetar la figura del emperador era la mejor manera de contribuir a que el Japón no perdiera su dignidad, se integrase en el sistema de seguridad del mundo libre y creciera económicamente después de la trágica derrota, inmediata a Hiroshima y Nagasaki. La tradición de militarismo extremo que quedó patente en la segunda Guerra Mundial --la matanza de Nankín, por ejemplo-- pervivió en la nostalgia del sol naciente. Fue por eso que el gran escritor Yukio Mishima se inmoló públicamente, con el fervor de una tradición extinta.

Shinzo Abe representa todo lo contrario. Su sentido pragmático de la historia fue especialmente oportuno. Los japoneses le votaron una y otra vez. Él manifestó repetidamente su profundo pesar por las víctimas de la guerra --violaciones en Corea, muerte indiscriminada, trato cruel de los prisioneros de guerra-- pero sin enunciar una culpa colectiva. Quizás eso no se entendió bien en Occidente, pero era lo que el Japón necesitaba, en el momento en que su economía se aceleraba como un misil de largo alcance --con posterior desaceleración--, la prosperidad abrumaba a sus competidores y los cambios sociales incluso superaban a veces sus ritos de vieja nación asiática.

Las añoranzas que nutrían la tradición militarista menguaron. Cuando se critican las peores páginas de ese militarismo también sería necesario celebrar hasta qué punto la evolución imperial tras la derrota y el pragmatismo político la han reducido al máximo. Ya se irá sabiendo si el asesinato de Abe incumbe a la patología de la crueldad añorada, a la lealtad a un pasado que la posguerra canceló.

Es una tragedia inaudita para el Japón que se siente amenazado por China, paralizado por la baja natalidad, por la pérdida de costumbres e incluso por el impacto de las nuevas tecnologías en la vida cotidiana. Abe había dado confianza al Japón y poco más se le puede pedir a un político. Representó la máxima estabilidad posible para un país que venía de siglos muy azarosos. Tan reciente el libro magnífico de Michael Burleigh sobre la historia del asesinato político, de reeditarlo habrá de dedicar un epílogo a la muerte de Sinzho Abe, un gran político para un gran país.