Los retos que ha traído consigo el coronavirus son enormes pero las preocupaciones del gobierno catalán siguen instaladas en la dinámica de siempre: la de los agravios. La gestión de la crisis sanitaria ha puesto a todos los gobiernos al límite. Es fácil encontrar errores en un contexto donde no equivocarse sería un milagro. Pero convertir la oposición a cada decisión, a cada medida que se adopta desde Madrid en la principal acción de gobierno, revela una desconexión preocupante con la realidad que enfrenta gran una parte de la ciudadanía de Cataluña.   

Desde que comenzó esta crisis han fallecido miles de personas. De hecho somos uno de los territorios europeos donde el virus está siendo más letal. Estamos hablando de personas que mueren solas, en hospitales y residencias, sin tener la posibilidad de estrechar la mano de sus seres queridos porque esta enfermedad obliga al aislamiento. Estamos hablando también de familiares que les entierran en soledad, sin una ceremonia o el calor de amigos y amigas, preguntándose si el cadáver que esta dentro del ataúd es el correcto.

Hay familias confinadas en espacios mínimos o en infraviviendas que ya no saben qué historia inventarse para no hundirse en la depresión. Porque una gran parte de catalanes y catalanas no sabe qué pasará cuando acabe esta situación. Si tendrán trabajo, si podrán seguir con su proyecto de vida, si seguirán vivos.

En vez de transmitir seguridad y esperanza en medio de la tragedia, desde el govern, pero también desde nuestros medios de comunicación públicos y subvencionados, se repite una y otra vez el relato de siempre: todo es culpa de España. Si fuéramos independientes este virus no nos habría tocado. Esta semana la consellera Meritxell Budó lo dijo directamente: si Cataluña fuera independiente, habrían menos muertos. Lo cierto es que cada movimiento es interpretado en clave procesista como si fuera posible mantener vivo el procés en medio de la angustia, la muerte y la incertidumbre de una pandemia. Como si cada una de las decisiones que adoptara el gobierno español se hiciera para perjudicar a un grupo de catalanes y catalanas incapaces de dejar de mirarse el ombligo a pesar de la que está cayendo.

Las primeras quejas llegaron con la declaración del estado de alarma. Se interpretó como una medida para desposeer a Cataluña de su autonomía y no como una disposición para garantizar el abastecimiento y desplegar medidas inéditas como el confinamiento de la población. Luego el problema fue el color de la campaña institucional. Contenía el amarillo y fue recibida como un agravio porque al parecer las personas que la diseñaron no tenían otra cosa en qué pensar que en fastidiar a los catalanes que llevan un lazo de ese color. El sistema sanitario catalán no daba abasto. Sabíamos que el virus comenzaba a ensañarse en las residencias, pero nuestro govern anunciaba airado que no dejaría entrar los equipos de la UME para montar hospitales y desinfectar residencias porque podía parecer un desembarco militar.

También fue motivo de agravio el número de mascarillas enviadas por el gobierno central porque coincidía parcialmente con una de las muchas cifras totémicas del movimiento independentista, el 1714. Realmente es difícil pensar que las personas que están gestionando esta emergencia desde Madrid tienen el tiempo y la disposición de ponerse a contar mascarillas para molestar pero el conseller de Interior, Miquel Buch, gastó una y otra vez el tiempo de sus intervenciones para insistir que no se podía jugar con la Historia de Cataluña. El mismo conseller que animó a comprar la mona de Pascua puntualizando que había que buscar un “sistema de envío”. Obviando totalmente que este sistema de envío no es un dron, es un servicio que hacen trabajadores precarios que están en primera línea exponiéndose por sueldos mínimos.

El envío de comida a domicilio se ha mantenido durante el confinamiento porque hay personas que no son capaces de cocinar o hacer la compra. No para mantener viva una tradición que está lejos de ser una cuestión esencial en medio de una pandemia. Sí es esencial desinfectar las residencias y los espacios públicos, montar hospitales para que toda la población pueda ser atendida y proporcionar de manera eficiente material de protección, como mascarillas. Es esencial planificar la reconstrucción. No es esencial mirarse el ombligo cuando se nos va la vida.