Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, los Laurel y Hardy del prusés, son dos personas muy distintas en cuanto a carácter. Mientras el primero es la versión catalana del muy hispánico echao p'alante, el segundo es de una prudencia rayana en la pusilanimidad; mientras Puigdemont tira millas como Miguel Ligero en Nobleza baturra --recordemos la secuencia en la que el actor, a lomos de un burro, circula por la vía del tren y le dice al convoy que se dispone a arrollarlo lo de "¡Chufla, chufla, que como no te apartes tú!"--, Junqueras adopta un aire contrito ante la respuesta del Estado a su referéndum, declara que "todos somos muy buenas personas" cuando detienen en masa a sus secuaces o amaga con echarse a llorar en cualquier momento ante la falta de amor que percibe en las autoridades españolas.

Se comenta que Junqueras está muy triste y preocupado ante lo que está ocurriendo, y que en ERC ya están considerando la posibilidad de sustituirlo por Marta Rovira, que es más de armas tomar y menos de misa dominical. El buen Oriol llegó a decir en cierta ocasión que "el junquerismo es amor", de lo que se deduce que cuando les hace la vida imposible a los que no piensan como él es porque los ama y, cual maestro severo, pero justo, solo aspira a reconducirlos por el camino correcto. A Oriol le sobra amor para dar y regalar, y si aspira a romper España es por amor hacia ella, pues cree que la nueva república catalana será su mejor amiguita.

Puigdemont es un hombre que ansía el martirologio, mientras que a Junqueras le da un poco de yuyu

Evidentemente, a semejante meapilas timorato no se lo imagina uno saliendo al balcón de la Gene a declarar la independencia: resulta más sencillo verlo en casa, mordiéndose las uñas, pensando en el final de su carrera política y dando por sentado que sus hijos acabarán en la inclusa. Siendo así, uno se pregunta para qué se ha metido en este fregado. Debería aprender de su presidente, pues a ése sí nos lo imaginamos todos saliendo al balcón y yendo al trullo sin despeinarse más de lo habitual, que ya es bastante.

Puestos a tirar adelante un plan absurdo y anacrónico, hágase al menos con la necesaria desfachatez y el no menos necesario ánimo suicida. Puigdemont es un hombre que ansía el martirologio, mientras que a Junqueras le da un poco de yuyu. Y aunque la aventura de ambos no sea más que una nueva metedura de pata de los catalanes, uno de esos delirios en los que incurrimos cíclicamente desde el siglo XVII --cuando nos pasamos a Francia, fuimos maltratados por Luis XIII, pedimos la readmisión en España y, por el camino, los franceses nos soplaron la mitad del territorio--, hay que reconocer que la actitud de Puigdemont, ese sostenella y no enmendalla tan español, exhibe una grandeza de mente y demente que a Junqueras, con todo su amor, no le encontramos por ningún lado.