“Que por mayo era, por mayo, / cuando hace la calor, / cuando los trigos encañan / y están los campos en flor”. Así, como en la desgracia que acuna el Romance del prisionero, Theresa May ha acabado por sucumbir al mal karma presentando la dimisión a finales del mes que luce en el apellido. O tal vez hayan sido los idus de marzo. O la crueldad de abril, porque, en verdad, la primera ministra británica ha llevado la soga anudada al cuello desde el primer día. Después de tres años agónicos, May se ha visto obligada a renunciar con la agenda política secuestrada y sin más espacio de maniobra que ir comprando tiempo extra, encadenando balones de oxígeno con la Unión Europea. El brexit la trajo y el brexit se la llevó. La segunda mujer en el inquilinato del número 10 de Downing Street pasará a la Historia sin lustre, con más pena que gloria, pero no sería de extrañar que, tal como soplan los vientos, se la acabe añorando dentro de seis meses.

Apenas pudo contener el llanto al anunciar la retirada a sus cuarteles de invierno, pero no parecían lágrimas de dolor, sino más bien de rabia por haber sido traicionada desde las filas de su propio partido, igual que le ocurrió a Margaret Thatcher en noviembre de 1990. Las dos apuñaladas por la espalda; las dos procedentes curiosamente del ala no elitista del Partido Conservador, hijas ambas de esa Inglaterra de las clases medias educadas en la cultura del esfuerzo. ¿Ha sido una incauta Theresa May? ¿Creía en serio que iba a poder domesticar al nido de serpientes que se esconde entre el sector más rancio de los tories? Después del fiasco del referéndum de junio de 2016, cuando el 51,9% de los británicos se pronunció a favor de salir de la UE, resultó elegida por descarte, porque nadie se atrevió a pilotar la deriva ni a tomar las riendas de un partido cuesta abajo en la rodada. Mientras, su antecesor en el cargo, David Cameron, salía de rositas a pesar de su grave error de cálculo al poner las urnas de por medio para frenar el ascenso de Nigel Farage y los euroescépticos radicales del UKIP.

¿Y ahora qué? Ya solo queda tierra quemada entre los brexiters y los remainers, entre quienes quieren largarse y quienes aspiran a mantener algún vínculo con Europa. Ya no queda espacio para las equidistancias. Y un fantoche llamado Boris Johnson, conocido por su narcisismo, por su habilidad en no mover un dedo si no es para su provecho personal, se perfila como el favorito para liderar el Partido Conservador. Todo apunta, pues, a un brexit duro el 31 de octubre, día en que los anglosajones celebran el Halloween, una salida a las malas, sin truco ni trato, y que podría conllevar una innecesaria (y dolorosa) frontera física entre Irlanda y el Ulster. En este agotador compás de espera, han tenido que celebrarse, además, unas elecciones europeas que ya nadie esperaba en el Reino Unido, cuyos resultados se conocerán el domingo y que muy posiblemente apuntalen a inefable Farage, cuya habilidad ha sabido aprovechar el marasmo, frente al enésimo batacazo de los tories. Parece que los laboristas de Jeremy Corbyn también se llevarán lo suyo, porque las ambigüedades calculadas siempre acaban por pasar factura; a ver qué sucede el lunes con Ada Colau y los comunes.