Reverdece el viejo escándalo de las cuentas secretas que el Bilbao Vizcaya mantuvo camufladas en Liechtenstein y en la isla de Jersey. El caso estalló hace más de 16 años. Ahora, el Tribunal Supremo lo desempolva. Acaba de confirmar unas sanciones de 3 millones de euros que el Ministerio de Economía impuso al BBV en una lejana fecha de 2008. La justicia suele caminar a paso de tortuga. Pero en este asunto, su parsimonia es imbatible.

Las multas derivan de los expedientes que la CNMV y el Banco de España abrieron en su día. Pretendían esclarecer por qué BBV detentaba la friolera de 224 millones de euros ocultos en paraísos fiscales.

Esos fondos no figuraban en los balances oficiales. Se remansaban en unos depósitos opacos, bajo el control de un corto número de altos jerarcas. Tenían por finalidad complementar las pensiones de los miembros del consejo a la hora de su retiro.

El episodio emerge a la luz cuando va transcurrido apenas año y medio de la fusión BBV/Argentaria y la formación de un consejo paritario bajo la doble presidencia de Emilio Ybarra y Francisco González.

Es de recordar que este último había ascendido en 1996 a la jefatura de Argentaria, a la sazón estatal. Sus conocimientos sobre el negocio financiero eran más bien escasos. Toda su vida profesional anterior se había centrado en ejercer de fedatario/comisionista bursátil. Pero ese era un dato menor, irrelevante.

El factor decisivo para su ascenso a la cima de Argentaria fue su condición de amigo de Rodrigo Rato, quien comandaba el ministerio de Economía y Hacienda en el gobierno de José María Aznar y, por tanto, cortaba el bacalao en las grandes empresas públicas.

La dilatada hegemonía de González resulta nefasta para los accionistas del BBVA. Para todos, menos para el propio González, gran responsable del desastre

Entre finales de 2001 y comienzos de 2002, González se las compone para arrancar la renuncia de la docena y media de consejeros procedentes de BBV, con Ybarra a la cabeza. La purga se lleva por delante los añejos apellidos de la más rancia burguesía vasca y madrileña que señorearon la entidad desde tiempo inmemorial. La lista abarca, entre otros, los Aguirre, Ampuero, Aresti, Collar, Cortina de Alcocer, Entrecanales, Icaza, Lezama-Leguizamón, Lladó y Muguruza.

Esa poda draconiana marca un antes y un después en el devenir del BBV. Deja el camino expedito a Francisco González. Éste se erige en mandamás único. Asume poderes omnímodos. Y hace y deshace a su antojo, como si se tratase de su particular cortijo.

En ese momento, el banco luce una capitalización de 45.000 millones de euros, superior al Santander. Tres lustros después, el valor del gigante vasco está en los 46.000 millones. Mientras, el feudo de la familia Botín, casi los dobla con 83.000. Bien puede decirse, pues, que la dilatada hegemonía de González resulta nefasta para los accionistas del BBVA. Para todos, menos para el propio González, gran responsable del desastre. Porque en estos tres quinquenios, el codicioso arbitrajista se ha embolsado más de 150 millones entre sueldos, pensiones y otras gabelas, a costa de las arcas corporativas. Es sin lugar a dudas la prebenda de mayor bulto que nunca se haya llevado al zurrón el máximo responsable de una empresa del Ibex.

En este periodo, el caballero ha prejubilado y despedido a miles y miles de empleados, muchos de ellos en el apogeo de sus carreras. Por ejemplo, FG echó con cajas destempladas a dos consejeros delegados, José Ignacio Goirigolzarri y Ángel Cano, que eran 10 y 17 años más jóvenes que él, y a quienes se indemnizó con 53 y 45 millones, respectivamente.

González ostenta otro llamativo récord. Es probablemente el único capitoste del sistema crediticio español que no tuvo empacho en hacer que la junta general cambiara los estatutos dos veces consecutivas. La exclusiva  finalidad de ambas reformas fue idéntica: permitir la prórroga de su propio mandato para seguir chupando del bote. Dentro de unos meses, este gerifalte cumplirá 73 años al pie del cañón y, también, por supuesto, al pie de la mamandurria.