Escribo este artículo recién conocida la detención de Puigdemont en Alemania. Tenía la firme intención de no hablar del monotema, pero se hace imposible. Todo lo esencial ha sido dicho y repetir argumentos se hace tedioso. Pero la vertiginosa actualidad manda.

Todos nos preguntamos: ¿y ahora qué? ¿cómo salimos del pozo? Evidentemente carezco de la varita mágica. No soy optimista. La burbuja independentista, alimentada profusamente desde Cataluña en los últimos 40 años, con la permisividad suicida de los gobiernos españoles, ha estallado. No se intervino a tiempo y reconducir la situación se hace muy difícil. La aplicación del artículo 155 de la Constitución se hizo tarde y sin determinación.

Ahora, la división interna entre catalanes, la radicalización de posturas, la violencia y la intervención del poder judicial hacen muy difícil encontrar escenarios para reconducir el conflicto.

El juez Llarena tiene razón cuando dice que el golpe sigue latente. Puigdemont ha sido la principal fuente de desestabilización impidiendo la formación de un gobierno que se atuviera al mandato del 21D, que no es otro que volver a la senda autonómica. No sé si su detención facilitará conseguir este objetivo, requisito indispensable para iniciar la normalización de la vida política. El riesgo de incidentes graves de orden público es alto y, de producirse, el deterioro de la convivencia en Cataluña se agudizaría, haciendo muy difícil cualquier vía de dialogo. Con violencia callejera grave y reiterada la suspensión de la autonomía sería inevitable.

Por ello, antes de que sea demasiado tarde, urge un gobierno que acepte sin ambigüedades el marco legal y se ponga a gobernar para todos los catalanes. Los que reclaman la libertad de los presos deberían ser conscientes de que sólo a partir de la normalización de la vida política en Cataluña decaerán los motivos de la prisión preventiva.

Los partidos constitucionalistas deberían hacer un ejercicio de responsabilidad y tratar de facilitar un gobierno que cuente con el máximo apoyo parlamentario posible

Un gobierno autonómico serviría para empezar a encauzar la situación, pero cuenta con la oposición del independentismo radical que hasta ahora ha tenido a Puigdemont de referente. Y, para hacerla imposible, los radicales no dudarán en tensar la cuerda en la calle. La divulgación del domicilio de Llarena en la Cerdanya, algunos tuits apelando a la violencia, y manifestaciones ante el Consulado Alemán o las delegaciones del Gobierno, no auguran nada bueno.

En esta ambiente, los partidos constitucionalistas deberían hacer un ejercicio de responsabilidad y tratar de facilitar un gobierno que cuente con el máximo apoyo parlamentario posible. Pero para ello es preciso que los independentistas dispuestos a aceptar el marco constitucional rompan con aquellos que quieren seguir con el procés. La abstención de la CUP en la investidura de Turull rompió el bloque secesionista. Ahora intentarán rehacerlo. La mejor manera de evitarlo es con la formación de un gobierno que acate la legalidad. Si no se consigue, y la violencia no obliga a suspender la autonomía, vamos hacia unas nuevas elecciones que implican prolongar la incertidumbre y no garantizan, para nada, que sirvan para resolver ningún problema.

Una consideración final. Los constitucionalistas debemos evitar ser víctimas del Síndrome de Estocolmo. No caer en el chantaje emocional. No es plato de gusto ver personas encarceladas. Casi todos quisiéramos que se acabara la división social en Cataluña. Pero ceder a las pretensiones independentistas no sólo no nos evitaría sufrimientos sino que sería la fuente de muchos más. Buscar una salida, lo más inclusiva posible, es un deber de responsabilidad. Pero no debe significar sucumbir a la propaganda independentista. El cumplimiento de la ley no es negociable.