La pandemia ha hecho estragos. Está dejando tras de sí una estela de muertos desoladora con la puesta en cuestión de todo el sistema sanitario, del que no hace tanto tiempo, presumíamos que era uno de los mejores del mundo. Paralelamente, está hundiendo la economía del país en términos de catástrofe que por más que se espere el dinero europeo como el maná redentor, sabemos perfectamente que tendremos que sufrir un montón de años por delante de penitencia salvaje. La presunta alternativa de si optar por la biología o priorizar la economía, se ha visto frustrada porque la realidad es que ni una ni otra opción han podido salir bien libradas de la crisis y esta ha producido los peores resultados en uno y otro frente. Ciertamente, el panorama dramático ha contribuido a agravar el llamado problema de España que sale a la superficie al calor de cada coyuntura histórica depresiva. España, el país de toda Europa con peores números en lo biológico y en lo económico. ¿Por qué? Siempre la obsesiva pregunta ¿Por qué nosotros? ¿Qué hemos hecho mal que no hayan hecho Italia, Francia o Portugal por citar los países vecinos?

Para figurar en el peor ranking de las víctimas del maldito virus. Y, obviamente, emerge el estigma de la excepcionalidad española que tanto daño histórico nos ha hecho. Lo peor de lo peor, con la autoflagelación consiguiente.

Me temo que, si se acuñó el concepto de la arquetípica generación del 98, al hilo de la definitiva caída del Imperio español en América o de la generación de 1948 al hilo de las reflexiones de la posguerra, en el año 2020 se está gestando la generación de la pandemia que con la nueva crisis obligará a replantearnos los fundamentos de la España que vivimos.

El quinto centenario de las Comunidades de Castilla (1520), de aquellos comuneros que lucharon contra el Imperio que pretendía introducir Carlos V, quizás pueda servir para evocar nostalgias alternativas respecto a la España que no pudo ser y que sin embargo fue.

Es curioso que ni la Iglesia ni los intelectuales españoles, si es que existen y no han sido barridos por los tertulianos, han introducido reflexiones respecto a las razones de nuestra infinita tristeza. En otros tiempos habría florecido un discurso eclesiástico que nos hubiera recordado los pecados y miserias morales de nuestra sociedad a la busca de la identificación de la culpa y con los confesionarios llenos de penitentes. Hoy la laicización de la sociedad llena de inanidad el papel de la Iglesia y no he oído ni leído ningún sermón respecto a la necesidad de la redención colectiva. Tampoco los llamados intelectuales que tanto han pontificado desde finales del siglo XIX con el “yo acuso” de Zola, han salido a la palestra para aportar ideas útiles que nos pudieran servir de referencia en esta travesía por el desierto. Y lo cierto es que cada día pesa más la sensación colectiva de fracaso ante los retos que tenemos enfrente. Sin entrar en el masoquismo fracasológico, convendría, desde luego, concretar los términos del fracaso español, que más que interpretarlos en términos identitarios (nuestra presunta incapacidad estructural como españoles) hay que proyectarlos hacia los responsables directos.

La primera evidencia es que los llamados científicos de dentro y de fuera de España han convertido la ansiada ciencia en un caos informativo de obviedades y contradicciones. Más allá de la investigación sobre la vacuna, que confiamos prospere lo antes posible, desde el mes de marzo estamos sometidos a un aluvión de información caótica que deviene en opinión banal y que nos ha conducido a un desconcierto atroz. Los debates entre sesudos epidemiólogos de ilustres carreras académicas respecto a la sintomatología del virus, el papel de las mascarillas, el rastreo, la ventilación… no han aportado otra cosa que obviedades que no superan el sentido común más elemental. La ciencia como foco iluminador, ciertamente, ha tenido muy poco voltaje. El problema no es Simón, el problema es que el discurso científico no ha estado a la altura de lo que los enfermos y el sufrido personal sanitario exigían. Ello explica la legión de escépticos negacionistas y explicaciones paranoides surrealistas respecto a la génesis del virus.

Pero a la hora de buscar responsables del fracaso, hoy hay consenso absoluto en la sociedad española respecto al problema de nuestra llamada “clase política”. La mezquindad en la defensa de los propios intereses sectarios frente al interés global común de los ciudadanos ha sido penosa. El divorcio entre los políticos, de derechas, de centro y de izquierdas, respecto a la sociedad que los ha elegido ha sido sangrante. Las colisiones entre el gobierno central y los gobiernos autonómicos han desbordado las costuras de la España de las autonomías, reflejando las profundas deficiencias del régimen cuasi-federal por el que apostamos en nuestra Constitución. Uno tiene la impresión de que la pandemia ha servido para generar un desconcierto político, en el que parece haberse impuesto la ley del saqueo institucional. Unos pretenden cargarse la Monarquía, como la fuente del mal; otros se pasan por la piedra la división de poderes y actúan sin el norte fundamental de la inalienable división de poderes o la coherencia moral entre la norma y la práctica.

Especialmente dolorosa ha sido la confrontación Madrid, Gobierno central, Madrid, Gobierno autonómico. Cuando históricamente siempre hemos analizado la vieja dialéctica, muchas veces conflictiva entre Madrid y Cataluña y Madrid y País Vasco, ahora resulta que Madrid, el signo de españolidad por excelencia, con su histórica vocación de centro y de frasco de esencias hispánicas, se desdobla en dos Madrid. ¿A qué Madrid se referirán ahora los independentistas catalanes, al de Sánchez o al de Ayuso? La pandemia curiosamente no cesa de producir desdoblamientos, desde los alumnos en las aulas para evitar contagios al del propio Madrid con toda su simbología añadida. El espectáculo dentro de la propia España y sobre todo fuera de España, para nuestros observadores europeos, es desolador.

¿Qué ha sido de un Estado, del que unos decapitan la cabeza de la institución monárquica, otros convierten la división de poderes en una mixtificación de solapamientos, otros ejercen sus gobiernos como un debate de legitimidades…? Y Madrid se nos divide en dos: no ya el sur pobre frente al norte rico, no es la lucha de clases que algunos quieren ver sino la lucha de poderes entre el Madrid estatal y el Madrid autonómico entre recelos y suspicacias mutuas. Unidad y disgregacionismo en la misma capital. ¿Es imposible un acuerdo, un consenso para que en el peor de los casos nuestros políticos se equivoquen conjuntamente?

Frente a la perplejidad y la hartazón de este tiempo que sufrimos, a los ciudadanos solo nos queda acogernos a lecturas berlanguianas respecto a los protagonistas y antagonistas de los hechos y zambullirnos intensamente en nuestra cotidianidad convencidos de que solo funcionará la estrategia del sálvese quien pueda y la conllevancia orteguiana ahora aplicada no solo al tema catalán sino al conjunto de nuestra problemática política, soñando que sea cierto aquello de que “no hay mal que cien años dure”.