Aunque hay quienes se empeñan en dar por superada la diferencia entre derecha e izquierda en la concepción de las relaciones sociales, tal diferencia, que es histórica, sigue ahí y perdurará. En democracia, ambas concepciones pueden legítimamente gobernar en el marco de la Constitución. Harina de otro costal es la conveniencia para el interés de la cosa pública que, en determinado momento, gobierne una u otra. Ahora y por un tiempo --más de una legislatura-- un Gobierno de la derecha agudizaría algunos de los problemas graves de la sociedad española.

La derecha que puede gobernar en España es la que conforma el PP en coalición con Ciudadanos y con la participación o el apoyo parlamentario de Vox. No es cierto que la posición del PSOE como fuerza mayoritaria de la izquierda haya empeorado, frente a la derecha, con el resultado global de las elecciones de noviembre.

La cuasi irrelevancia de Ciudadanos, difícilmente reversible, obliga al PP a descararse con Vox, su único aliado de peso, lo cual le plantea dificultades con parte de su electorado y con aquella parte de la derecha europea que se esfuerza por contener el ascenso de la ultraderecha (la CDU de Merkel, por ejemplo).  Y Vox, como está demostrando en los Gobiernos autonómicos y municipales en los que sostiene la coalición de PP y Ciudadanos, vende caro su apoyo y deja constancia, en lo ideológico y en lo político, de su influencia reaccionaria.

Si gobierna la derecha no habrá “agenda social”, y aumentarán aún más las desigualdades y la pobreza. Si la coyuntura internacional lo permite, promoverá un crecimiento económico sin redistribución, luego ficticio, mediante nuevas devaluaciones salariales y más recortes sociales.  No habrá reconsideración de la reforma laboral ni afianzamiento del sistema público de pensiones. Tampoco habrá “agenda climática” efectiva, ni “agenda de género” reparadora. La derecha gobernante no podrá evitar, apremiada por Vox, el ser consecuentemente derecha, y ello en el peor momento para España.

Si gobierna la derecha la situación en Cataluña se agravará. El radical secesionismo considerará (erróneamente), en su estrategia de “cuanto peor, mejor”, que ha llegado el momentum que esperaba e incrementará las provocaciones en la calle y en las instituciones. El Gobierno de la derecha reaccionará adoptando medidas excepcionales, sin descartar una nueva aplicación del artículo 155, esta vez a fondo. Pretenderá, además, la ilegalización de partidos políticos y de organizaciones civiles independentistas, así como una recentralización de competencias y servicios. No es que los secesionistas no se merezcan tal trato, es que, aplicado a Cataluña entera, pagarían justos por pecadores.

No habrá “freno europeo” a la actuación social y territorial de un Gobierno de la derecha, y no por ese estúpido dicho de “mirar para otro lado”, sino porque las estructuras políticas fundamentales y constitucionales, el mantenimiento del orden público, la integridad territorial y la seguridad nacional son responsabilidades exclusivas de cada Estado miembro de la Unión, según los Tratados. Una eventual condena moral no es un freno.

Digan lo que digan, ni el PP ni Ciudadanos están interesados en facilitar la investidura de Pedro Sánchez, y por lo tanto en la formación de un Gobierno progresista de PSOE y UP. Al contrario, ven en unas dramáticas nuevas elecciones --de cuya convocatoria culparían a la izquierda-- su gran oportunidad, secundados por Vox.

La aritmética parlamentaria hace necesaria la abstención de ERC para la investidura de Pedro Sánchez, mal asunto y mal pronóstico, porque ERC no es un partido de izquierda (el nombre no hace la cosa), todo lo más en lo social llega a un moderado centrismo de pequeña burguesía, por lo que facilitar un Gobierno progresista no le motivará especialmente. Salvo que, por fin, quisiera honorar el nombre de “Esquerra”.

Probablemente, su decisión respecto a la investidura girará en torno a si se apunta o no a la estrategia de “cuanto peor, mejor”, y puede que se queden entre dos aguas: permitir ahora la investidura y chantajear después al Gobierno constituido; por ejemplo, en ocasión del trámite de presupuestos, algo que ya hicieron en la anterior legislatura. Junqueras tiene la última palabra.