Con excesiva facilidad y casi normalidad, la violencia ya forma parte del paisaje social y político de Cataluña. Por más que el discurso oficial sea que el independentismo es democrático y pacífico, la realidad ha terminado por desbordar estos dos marcos de contención. Cuando se pretende romper las reglas del juego y superar el clima de coexistencia instaurando la exclusión, el uso de la fuerza supera lo puramente metafórico para convertirse en real. La reacción a la sentencia del 1-O, tanto tiempo incubada, preparada e impulsada desde todos los ámbitos, tenía todos los números para producir el salto que va de la movilización realmente pacífica a la práctica de la insurgencia violenta. Se dirá que no son más que unas pocas expresiones de violencia de baja intensidad, de algarada callejera, de barricadas incendiadas y de confrontaciones con la policía, pero la dinámica de estos días tiene unos efectos demoledores sobre la sociedad catalana y deja secuelas de largo recorrido que tardarán mucho en ser superadas. El independentismo más radical tiene la situación allí donde quería, puede construir el relato de que las calles están incendiadas por una población mayoritariamente indignada y sitúa el conjunto del movimiento en la exaltación airada del todo o nada. Ni un paso atrás. Se puede argumentar, con razón, que la gran mayoría de la gente no practica la violencia, que no se enfrenta a la policía y que incluso intuye que este no es el camino. Pero casi todos en el mundo independentista contribuyen a crear el contexto que necesita la pulsión violenta para expresarse: el acompañamiento y la justificación posterior de los "excesos". Cuando la dirigente de la ANC, Elisenda Paluzie, afirma que "la violencia ayuda a la visualización del independentismo", está definiendo perfectamente cuál es la estrategia de al menos una parte de los dirigentes del procés, como lo hacía Torra cuando pedía a los CDR que "apretaran".

Todo movimiento político que sigue y abona una dinámica de confrontación acaba por coger un gusto excesivo por la épica. Siempre hay gente dispuesta a ir más allá. Si la pulsión que le mueve es más bien poco ideológica y muy identitaria, el comportamiento ciego e irracional acaba por resultar inevitable. "Las calles serán siempre nuestras" es un lema muy reiterado y elocuente al respecto. Sentido de propiedad, confianza ciega y exclusión de los otros. Toda una generación de gente joven, muy joven, dirigida por gente que ya no lo es tanto, llevada a cortar carreteras y vías de tren, ocupar aeropuertos, atacar abiertamente a las fuerzas de seguridad e inducidas a no respetar ningún ordenamiento jurídico e institucional y a desbordar cualquier límite. ¿Cómo se regresa de esta locura? ¿Cómo se recupera la normalidad? Ha sorprendido, además, que todo esto lo protagonizara no gente que proviene de la exclusión social y que tiene poco que perder, sino contingentes mayoritariamente de las clases medias y relativamente acomodadas. Temores y malestares de gente pudiente que han sido canalizados por hábiles y redundantes formas de propaganda hacia pulsiones supremacistas y antisistema. La mayoría se hacen selfies en las calles incendiadas. Si no resultase trágico y demencial, sería para reír. El día después de las "batallas" se impone en todo el arco del independentismo un irresponsable discurso antipolicial, como si los cuerpos de seguridad fueran los iniciadores de la violencia y los disturbios. Se intentó vender que la batalla campal era producto de provocadores, infiltrados, gente externa al movimiento, o incluso policías de paisano. Ante las evidencias que no eran así, se ha impuesto el relato del exceso policial. Se continúa afirmando que se ha reprimido desaforadamente el que era una movilización pacífica. Nada más lejos de la realidad. Más bien, o no tanto, la policía ha tenido que hacer frente a una intensidad de violencia con la que no contaba y que le ha desbordado. Pero lo que es peor, es que lo ha tenido que hacer desautorizada y cuestionada por sus propios responsables políticos. Todo muy normal.