Una enfermedad desconocida que llenaba hospitales y fulminaba a los ancianos paró el mundo hace un año y medio, 550 días. Se tomaron medidas extremas y los ciudadanos entendimos que había que cerrar la economía y parapetarnos en nuestras casas para frenar un tsunami de enfermedad y muerte. Pero han pasado 550 días, la enfermedad es más conocida, las nuevas variantes contagian más pero matan menos y, sobre todo, se ha desarrollado una más que razonable inmunidad tanto por la gran cantidad de población contagiada como por las vacunas.

Con un 75% de vacunados y probablemente más de 10 millones de personas que han pasado la enfermedad si tomamos como referencia el excedente de mortandad, tenemos una barrera inmunológica más que aceptable. Prueba de ello, esta quinta ola, la mayor en número de contagios hasta la fecha, ha sido la que menos fallecidos ha producido y los hospitales, a pesar de haber reducido su capacidad como cada año por el periodo vacacional, han estado lejos del colapso, y todo ello con muchas menos restricciones que en otros momentos de la epidemia.

Predecir cómo será el futuro es ilusorio pues a comienzos del verano pasado no esperábamos, ni de lejos, un invierno con tantas restricciones, pero parece que sería hora de regresar a la normalidad, aún a riesgo de tener que dar, como en otras ocasiones, algún paso atrás.

A las decisiones tomadas en marzo de 2020 en una situación sin parangón le han sucedido muchas otras, tanto del gobierno central como de los autonómicos, y cada vez han sido más torpes y menos justificables y coherentes. Los varapalos que el poder judicial ha dado, y dará, a los políticos evidencian su escaso apego a la ley y las formas. Quien mas quien menos prefiere el ordeno y mando a la tutela democrática que garantizan los parlamentos. Lo triste es que las flagrantes irregularidades cometidas por nuestros gobernantes no les pasan factura. Cada vez es más barato saltarse la ley para quienes nos malgobiernan.

Con unos ratios de contagios que siguen a la baja y siendo ahora el Covid causante de menos del 2% de los fallecimientos diarios, es hora de eliminar las absurdas e incoherentes restricciones que aún quedan, especialmente en Cataluña, tierra en la que se ha querido ser más papista que el Papa y los resultados medidos en cifras de contagiados y fallecidos son iguales, o peores, que en otras zonas de España que han sido más permisivos, lo que les ha permitido recuperarse económicamente de manera más rápida y mejor. A modo de ejemplo, Madrid tuvo un crecimiento interanual del segundo trimestre superior al 30% y Cataluña se quedó en el 20%. El daño hecho a restaurantes, bares, comercios y turismo en Cataluña no tiene parangón, por no hablar del ocio nocturno y de la cultura no subvencionada.

Si quienes nos malgobiernan nos dejan, y animan, a manifestarnos cuanto más masivamente mejor, no se entiende por qué no podemos estar en una terraza a la hora que nos plazca o por qué no se puede llenar un estadio de fútbol. Los 108.000 manifestantes de la Diada no supusieron vector alguno de contagio, lo mismo que nada ha pasado por el inicio del curso escolar y, probablemente, nada pase por las fiestas de la Mercè. Que abra plenamente el ocio nocturno para rebajar, que no eliminar, los botellones. Que se pueda ir a cines y teatros con total capacidad, como siempre hemos ido durante toda la pandemia en autobús y metro, por cierto. Que los aeropuertos operen con normalidad. Es inconcebible que sigan sin estar conectados los aparcamientos con las terminales como en los días de fronteras cerradas. Que el Procicat se tome unas vacaciones indefinidas.

En definitiva, que los políticos nos dejen en paz y podamos vivir como antes que se autoproclamasen salvadores de la patria y defensores de nuestra inalcanzable inmortalidad quienes solo les interesa su silla y, según los actos que realizan, nada les importa la prosperidad de sus administrados.