Vivimos en un territorio en el que, por razones climatológicas, estamos expuestos a largos periodos de sequías. Estas son la base para una realidad que desgraciadamente nos ocurre muy a menudo, y como señalan los expertos cada vez con mayor virulencia. Con los fenómenos de los incendios se suceden de forma reiterada comisiones e informes que intentan paliar y mitigar el impacto social, ambiental y económico que generan.

Desde mediados de los años 80 y 90 del siglo pasado, en las zonas llamadas de la Cataluña Central, y ya durante este siglo en Terres de l’Ebre, hemos trabajado en el ámbito de apagar el fuego. A lo largo de estos años la labor de los bomberos se ha tecnificado de forma muy significativa, a pesar de los costes humanos que desgraciadamente también se han sucedido. La colaboración entre los servicios de extinción y los grupos de voluntarios, agrupados alrededor de las ADF –agrupaciones de defensa forestal—, ha mejorado mucho, pero queda de forma reiterada en el tintero la cuestión de la prevención. Como dice el dicho, “el fuego se apaga en invierno”. Hemos desarrollado mucha literatura sobre las posibles estrategias de prevención, pero permítanme vincular la prevención con el resto del título del artículo: soberanía alimentaria y territorios.

En Cataluña disponemos de 828.811 hectáreas cultivadas (datos de 2020) distribuidas en tierras de regadío y secano, pero diversas realidades avanzan en paralelo: la correlación entre las tierras abandonadas que hemos tenido en este país en los últimos 50 años… factor solo mitigado por los regadíos y las zonas más afectadas por los incendios. Es un ejercicio que da miedo porque permite asociar directamente el abandono de las tierras con el aumento de la superficie quemada.

Disponemos de una cuarta parte de las explotaciones agrarias censadas según el atlas del mundo rural desde 1962. El año 1989 las hectáreas cultivadas eran 1.018.788. En relación con los bosques abandonados las cifras son proporcionalmente inversas. Quedan muchas tierras de labranza olvidadas, con una escasa rentabilidad, y caminos que pocos saben adónde van. Así se han ido cerrando muchos pueblos. Como metáfora, el cierre de las escuelas: una escuela que se cierra es el signo de defunción de un territorio.

Hago estas constataciones previas porque nos enfrentamos a una crisis de suministros alimentarios en ciernes por la guerra de Ucrania. Los cereales y fertilizantes pueden escasear y este escenario nos está abriendo el debate de la soberanía alimentaria de Europa. En esta lógica, es pertinente analizar y ajustar, si procede, los ejes de la política agraria comunitaria para el periodo que debe finalizar en 2028.

La política agraria que durante muchos años ha sido el vector central de los presupuestos comunitarios, y que en los últimos años ha perdido fuerza, la podemos recuperar, equilibrar, en pos de la autosuficiencia alimentaria que Europa necesita, y enlazarla con la recuperación de vida en territorios olvidados, de tal forma que propiciemos una revolución verde en nuestros campos.

Los bosques no son solo paisaje, también pueden y deben ser fuente de actividad económica. Necesitamos bosques con menos carga de biomasa. Podemos recuperar tierras de cultivo incentivando el asentamiento de jóvenes en el territorio rural. Restauremos sistemas que han existido siempre de manera inteligente. El vínculo del mundo rural y el mundo urbano no puede ser solo el del turismo y el paisaje. Seamos claros: los llamados territorios vaciados se llenan con actividad económica. Más allá del teletrabajo, la normal y obvia es la agrícola, la ganadería y la silvicultura, con una industria agroalimentaria cercana, con una madera base para un nuevo sector emergente en la construcción…, pero seamos sinceros, tiene que tener un plus de incentivo. Mucha gente que ha venido a vivir a nuestro país proviene de la cultura del sector primario y dispone de la capacidad de gestión del mundo agrario. Seamos proactivos y solidarios, nos estamos autoayudando.