En los vídeos que se han difundido con las intervenciones de Santiago Vidal se oyen risas y no precisamente enlatadas. El público asistente se divertía ante las afirmaciones del exjuez sobre los desfalcos millonarios por el bien nacional, las acciones ilegales de las autoridades, la prevista limpieza jurídica o sobre su concepto totalitario de referéndum, de casta le viene al galgo.

Este tipo de comportamiento, tan extendido entre los nacionalcatalanistas, recuerda la banalidad de mal, en los térmimos que lo formuló la filósofa Hannah Arendt en 1961 con ocasión del proceso que se organizó en Israel al nazi Eichmann. El enfoque arendtiano incidía en cómo algunas personas pueden ser manipuladas con planteamientos frívolos de lo bueno y lo malo, sin ser conscientes moralmente de la crueldad de sus consecuencias. Planteado de ese modo, los perniciosos actos de esas personas normales se realizan más por sumisión que por convicción, al cumplir órdenes de superiores. Otros pensadores han advertido que estas personas no han de ser consideradas únicamente como pasivas o normales, también pueden actuar por identificación ideológica y, por tanto, hallan en ese relato la justificación de sus actos destructivos. De un modo u otro, la estupidez puede ser tan peligrosa como una maldad racional.

El giro del nacionalcatalanismo hacia un modelo totalitario es consecuencia también de las enormes tragaderas que han manifestado las instituciones, los dirigentes y la plural sociedad española durante cuatro décadas

El movimiento nacionalcatalán ha entrado ya en una fase que puede llevarse por delante la débil coexistencia con la que aún se sustenta la sociedad catalana, en sí misma y respecto al resto de españoles. No se trata de un giro brusco hacia el Estado policial sino de una aceleración hacia ese modelo totalitario. Y no solo es producto de una ideología nacionalista, es consecuencia también de las enormes tragaderas que han manifestado las instituciones, los dirigentes y la plural sociedad española durante cuatro décadas.

Que el reportaje de un magnífico periodista haya puesto al descubierto el conocido plan, su reiterada y pública didáctica y las explícitas y cotidianas risas de los cómplices es el mejor ejemplo de la frivolidad permanente en la que hemos vivido desde el inicio de la Transición respecto al ideario, los fines y los medios del nacionalismo catalán, de un extremo a otro. Tanto ponerse de perfil, tanto ponerse de lado tiene estos inconvenientes.

Es esa trivialidad prosaica, compartida por unos y otros, lo que mejor define la situación en la que nos encontramos. Da igual que con la frivolidad como cómplice se difundan invenciones históricas al estilo delirante del Institut Nova Història, o que se subvencionen medios de comunicación para que tergiversen datos y demás informaciones. Qué más da si se ha impuesto un concepto superficial y manipulable de lo bueno o de lo malo.

Todo daría igual si los efectos de este divertido y compartido viaje fuera una transitoria alucinación lisérgica. Pero no es así. Sobre las problables consecuencias de este frívolo delirio, las palabras de Arendt lo explican mejor: "Las leyes y todas las instituciones duraderas se arruinan no sólo por la embestida de la maldad elemental, sino también por el impacto de la inocencia absoluta".