"Investir a Puigdemont es defender la democracia" (Eduard Pujol, portavoz adjunto de JxCat). "Ya no va de independencia, sino de democracia" (Neus Matamala, hija del, al parecer, principal sponsor de Puigdemont en Bruselas). "Construir la república para cumplir con el mandato democrático" (Marta Rovira, diputada, y otros muchos). Se podría confeccionar una lista quilométrica de constantes invocaciones a la democracia por políticos, ideólogos y partidarios del independentismo.

De hecho, se han apropiado de la palabra democracia y la declinan en todos los casos posibles. Esta palabra es la línea divisoria que más utilizan para separar y separarse de los otros dentro de Cataluña y frente al resto de España.

Lo paradójico de la situación es que los independentistas han cometido las más graves vulneraciones de la democracia, apoyándose precisamente en la democracia, desde el desarrollo de la Constitución. Y su propósito deducido de sus actos últimos es seguir burlando la democracia.

Han llegado hasta donde han llegado, a un estadio de rebeldía contra el orden constitucional que no tiene parangón en la UE, gracias a la democracia efectiva y tolerante que existe y funciona en España. Si fuera medianamente cierto lo que dicen sobre la baja calidad democrática, los resabios franquistas, los comportamientos autoritarios, dictatoriales o fascistas en España y del Estado español, no habrían podido vulnerar, ni siquiera lo habrían intentado, la Constitución y el Estatuto, desacatar resoluciones judiciales, crear un clima agobiante por medio de una intoxicación ideológica continua, insultar u ofender a instituciones y autoridades del Estado, ocupar tumultuariamente la calle... y, la mayor, pretender materializar la secesión de Cataluña al amparo de la farsa de una declaración de independencia ful.

¿Cómo ha sido posible ese fraude a la democracia? Primero se pervierte el concepto inventando falsas legitimidades, y después se usa masiva y perversamente el engendro creado

¿Cómo ha sido posible ese fraude a la democracia? Primero se pervierte el concepto inventando falsas legitimidades, desconectándolo del orden constitucional y estatutario, vaciándolo, en definitiva, de sustancia, dejando sólo la carcasa del término, y después se usa masiva y perversamente el engendro creado. Tal proceder ha calado en amplias multitudes crédulas por ignorancia, por resentimiento espontáneo o inducido, por acomodación al nuevo orden.

¿Cómo se arregla eso y se recupera el recto sentido del concepto y el sano ejercicio de la democracia? No será fácil, vivimos tiempos de desconcierto generalizado, de anti ilustración agresiva, como bien analiza la filósofa Marina Garcés (Nova il·lustració radical, Quaderns Anagrama, 2017), pero la recomposición es imprescindible --no podemos continuar colectivamente inmersos en el estéril, frustrante, estado actual de anormalidad--, es posible, aunque será lenta.

Se requerirá en el empeño una gran determinación y un esfuerzo compartido desde la democracia elemental, con cambios electorales y políticos tanto a nivel de España como de Cataluña, reconciliación de doble sentido entre catalanes y entre españoles todos, y, además, voces con autoridad moral que clamen por la reconstrucción de un consenso básico sobre lo que es la democracia y cómo hay que ejercerla. No hay otro camino.