El coronel Francisco Bens fue un personaje interesante de veras y merece ser conocido. Hace setenta años publicó sus memorias Veintidós años en el desierto (Athenaica), tenía 80 años de edad y murió poco después. De madre cubana y padre español, nació en Cuba, en 1867. Se casó con una cubana y tuvo hijos cubanos. Tras 1898, dejó todo su mundo y se fue solo a España. Militar de carrera, sirvió en África y se enamoró de aquel continente; en especial, del desierto, que decía llevar pegado a los huesos. En 1903, fue nombrado gobernador de la colonia de Río de Oro. Pablo de Dalmases, buen experto del antiguo Sáhara español, ha introducido con sólido conocimiento y buen sentido histórico este olvidado texto, revelador de un modo de ser y de estar. Cuando Bens fue retirado a la península, se sintió triste e inadaptado. No era ya que en la inmensidad desértica se supiera "más seguro que en la calle de cualquier ciudad europea", era melancolía por paisajes, por personas y por estilo de vida.

Solo y sin ponerse el atavío de los nativos (lejos de la adulación, el histrionismo o el miedo), Francisco Bens emprendió tres expediciones saharianas adentrándose en su interior unos 150 kilómetros

"Pensaba --escribió-- que la mucha leña no apaga el fuego, y que para conocer a los demás hay que hacerse como ellos. El moro --como el europeo-- presenta al otro su personalidad externa, y encubre su intimidad, lo que podíamos llamar 'su ajuar íntimo'. A esa zona de su naturaleza interior no quiere que llegue nadie, ni que otro la explore y la descubra". Solo y sin ponerse el atavío de los nativos (lejos de la adulación, el histrionismo o el miedo), emprendió tres expediciones saharianas adentrándose en su interior unos 150 kilómetros. Reproduzcamos un par de anécdotas que refiere: "-Reise [jefe], ¿a que tú no haces lo que yo? Y el que me decía esto ponía su camello a gran carrera, agarrándose al pelo del animal para quedar montado. Yo los imitaba, y con la ayuda de Dios, lo hacía igual que ellos. Y como me salía bien, prorrumpían en gritos de alegría y palabras de: ¡Reise, tú eres moro!". Y esta otra: "-Reise, ¿tú dices que haces todo lo que hagamos nosotros? -Sí --respondí rápido--. -Pues... ¡a ver si te comes esto! Y me enseñó un pedazo grande, crudo, grasiento, parecido al tocino, y que tiene el camello en su giba. Esto es para el nómada del desierto un manjar exquisito. Aquella grasa tenía un tufillo que levantaba el estómago. Por toda respuesta yo abrí la boca y me tragué el desagradable montón de tocino. Creí que iba a echar las tripas, pero aquello pasó bien. Yo me relamí e hice un gesto de satisfacción. Me aplaudieron, gritando: -¡Reise es moro! ¡Reise es moro!". Se sentía feliz comiendo y bebiendo con los nómadas --a quienes veía alegres, sagaces y volubles--, pero también oyéndoles contar sus fantasías o "el relato, adobado con grandes gestos y aspavientos, de algún notable saharaui, cuyo corazón, más que con la boca, habla con las manos".

Él era autoridad, si bien con una posesión efectiva del todo ilusoria. Ejercía un cierto paternalismo, pero era consciente de las personas con quienes interactuaba. Así, "no hay nada más triste para el hombre del Sáhara que ser débil, pues ellos estiman, sobre todas las cosas, la fuerza y el valor", y decía que sólo atendían a las cosas visibles y los signos externos del poder. Por esto, él no debía ser despreciado por débil, ni temido por severo. Cuenta su firme propósito de "disipar el odio del indígena por el cristiano, castigar el pillaje y el robo y evitar los cautiverios de pescadores y marinos". En cuanto al trato a observar con las mujeres moras, recomendaba mostrarles "cariño, amistad y consideraciones, que todas a una vean en nosotros no al cristiano enemigo de su ley, sino al hombre que las sabe distinguir y cuyo trato las eleva de la triste condición que suelen disfrutar. De este trabajo he obtenido también resultados muy positivos". De los todopoderosos santones señalaba que eran resabiados, fanáticos e impermeables al razonamiento, aunque no refractarios al soborno: "Un regalo, dado con cortesía y urbanidad, ablanda su áspera naturaleza". España sin África era para Bens un país mutilado, pero "las luchas políticas interiores absorbían la atención del público español, que volvía su espaldas, con desdén, hacia esos temas, sólo tratados en el periódico o en el libro, por algunos especialistas o enamorados de las cosas de África". Y a nadie le importaba nada. Qué pena.