Un hussard noir ha sido abatido. Su cabeza cayó rodando. En este país, Francia, se ha decapitado a reyes y a tiranos, también a algunos revolucionarios. ¿Quién habría creído que un profesor podría perder su cabeza, cuarenta años después de la abolición de la pena de muerte, por haber querido hacer reflexionar a sus alumnos?

Este vuelco, tan simbólico, nos llena de horror. Después de tantos atentados, de tantos muertos, cabría esperar que nos hubiéramos acostumbrado. Pero no, cada vez es peor.

La República sabe que está en peligro. Como ha estado en peligro cada vez que ha sufrido los ataques de las fuerzas oscurantistas. Se debe a nuestros maestros y a nuestros profesores, a nuestros docentes, que hoy seamos ciudadanos ilustrados y no súbditos. Enfrentarse a ellos, es enfrentarse a todos nosotros, a la razón y a la esperanza. Los periodistas pueden dar la voz de alarma, los policías pueden practicar detenciones, pero no acabaremos nunca con esta pesadilla si a los profesores no se les deja vacunar a las próximas generaciones contra las propagandas que nos desgarran. El antídoto, lo sabemos, requiere que expliquemos la historia de este país, incansablemente. Que expliquemos cómo conquistamos nuestras libertades, la importancia de soportar las discrepancias y las ofensas, la blasfemia y los ataques a las cosas sagradas, sin responder con la violencia. En esta conllevancia y en esta tolerancia reposa nuestra la libertad de expresión, reposan todas las libertades que derivan de ella.

Un crítico literario [Arnaud Viviant] se ha atrevido a tuitear, el día siguiente al atentado, que habrá “muertos atroces” mientras se defienda el derecho a blasfemar; citaba para ello --por supuesto-- una profesora de Berkeley. No sabe una si llorar o vomitar. Son los asesinos quienes causan los muertos, no es ejercicio de nuestras libertades. Hacer pasar a las víctimas por verdugos: esto es lo que incita a los criminales a volver a empezar. Nada es más vital, más urgente, que volver a pensar recto. Esta pedagogía debería ser una obsesión para la escuela laica. No es ni una desviación ni un exceso; es lo más necesario, su razón de ser, su misión más preciosa.

Para conseguirlo, la República necesita a todos sus húsares, a todos sus herederos de Ferdinand Buisson. Protestante y masón, Buisson combatió durante toda su vida para que la escuela pública y laica pudiera transmitir el espíritu crítico, y proteger a los estudiantes procedentes de minorías religiosas, del catecismo dominante. Insistía para que se pusiera el acento en la formación de los profesores: “Quien no es libre, no puede formar ciudadanos libres”.

Samuel Paty quería formar espíritus libres. Ha sido asesinado, decapitado por un fanático de 18 años. ¿Quién convenció a ese crío de que la escuela laica persigue a los musulmanes como se oprime a los uigures en China, o a los chechenos en Rusia? ¿Quién le metió esa idea en la cabeza?

Un padre de familia está en el origen del linchamiento contra el profesor asesinado. En un vídeo, ese padre denunciaba que Paty había mostrado a su hija la foto de un hombre desnudo, que supuestamente representaba a Mahoma. Y apelaba a la movilización del llamado Colectivo contra la islamofobia, y de su jauría afín. Todo era mentira. Deberá responder ante la justicia por ello, él y otros padres de alumnos, por haber puesto en peligro la vida de otros. Y habrá que investigar para averiguar si la jerarquía educativa (del Ministerio de Educación Nacional) apoyó y protegió a este profesor, como era su obligación, contra los peligros que le acechaban.

Después habrá que decidirse, de una vez, a dar la batalla cultural. A obligar a las redes sociales a regular y combatir las llamadas al linchamiento. A desmantelar esas oficinas de la desinformación que son el CCIF y BarakaCity. A exigir cuentas a sus tontos útiles, a los imbéciles que adoctrinan a los jóvenes en el identitarismo religioso, que les enseñan a ofenderse por todo, a los periodistas y los políticos cínicos que mezclan y confunden la libertad de expresión, la laicidad y la lucha contra el terrorismo con una “guerra contra la musulmanes”.

Nos hace falta, de una vez, un verdadero Observatorio de la Laicidad. Para vigilar y denunciar esas campañas de intoxicación, ¡y no para hacerse eco!

Habrá que empezar por proponer a todos los alumnos, y a todos sus maestros y profesores, que vean juntos el documental de Daniel Leconte sobre el juicio de Charlie Hebdo y el affaire de las caricaturas, C’est dur d’être aimé par des cons. Todo está ahí. Todo está reflejado y contado. Los niños lo entenderán. Los adultos que quieren seguir lavándoles el cerebro, tienen que saber que no vamos a dejar de combatirlos. No vamos a perder la cabeza porque haya chiflados que quieran cortárnosla. Vamos a continuar viviendo. Riéndonos. Pensando.