Las conclusiones definitivas de la Fiscalía en el juicio del procés han resucitado la polémica que ha acompañado a todo el proceso, entre los que desde el principio negaron los delitos de rebelión, sedición y malversación --algunos hasta el de desobediencia, que es meridiano-- y quienes sostienen que esos delitos existieron, aunque sea difícil probarlos. Los cuatro fiscales han mantenido las cuatro acusaciones, con la novedad de calificar por primera vez los hechos del otoño del 2017 en Cataluña como un “golpe de Estado”, y con unos argumentos que no pueden ser despachados con chanzas ni menosprecios.

El fiscal Javier Zaragoza acudió a la definición del golpe de Estado por el gran jurista austriaco Hans Kelsen, probablemente el mayor del siglo XX, que así consideraba --como se recordaba en este mismo medio en una pieza de Manel Manchón-- “toda modificación no legítima de la Constitución”, es decir, “la sustitución de un orden jurídico por otro con medios ilegales”. Y añadía que “desde un punto de vista jurídico, es indiferente que esa modificación se cumpla mediante un acto de fuerza dirigido contra el Gobierno legítimo, o efectuado por miembros del mismo Gobierno; que se trate de un movimiento de masas populares, o sea cumplido por un pequeño grupo de individuos”. Pese a la escandalera que se desató cuando algunos hablaban de golpe de Estado, hoy incluso muchos juristas contrarios a la existencia de rebelión en el procés admiten que la definición de Kelsen se ajusta a lo sucedido en Cataluña.

Pero el problema que deberán dilucidar los jueces no es si hubo o no un golpe de Estado, sino si existió el delito de rebelión y, sobre todo, si hubo la violencia “suficiente” o “idónea” que encaje en el artículo 472 del Código Penal. La rebelión requiere “alzamiento violento y público” dirigido a quebrantar el orden constitucional o a declarar la independencia de una parte del territorio. En este sentido, si se demuestra la violencia suficiente, los hechos, como resaltaron los fiscales, serían más propios de la rebelión que de la sedición, que es un delito contra el orden público y se produce al “impedir la aplicación de la ley o su cumplimiento”, como dijo la abogada del Estado.

Es evidente que los procesados pretendían sustituir una legalidad por otra, quebrando el orden constitucional --para ello aprobaron las leyes de desconexión-- y no simplemente provocar desórdenes públicos. El argumento de que todo era simbólico y en todo caso un movimiento para forzar la negociación con el Estado está muy bien para intentar eludir las responsabilidades, pero no sirve para explicar todo lo que sucedió, especialmente si se contrasta con aquello de lo que se jactaban en su momento los acusados que ahora minimizan lo ocurrido reduciéndolo a meros gestos simbólicos.

En los hechos de septiembre y octubre del 2017 hubo violencia y no se puede atribuir toda ella, como hacen los fiscales en una pirueta inédita, a los promotores de la desconexión, porque la actuación de la policía y la Guardia Civil el 1-O podría haber sido sustancialmente distinta, dado que la validez del referéndum estaba ya desactivada previamente por la falta de garantías. Ahora bien, el meollo de la cuestión es si esa violencia, que la hubo y no solo la de la policía, es suficiente para acreditar la rebelión.

Las conclusiones de la Fiscalía han vuelto a plantear de nuevo también la recurrente cuestión de la judialización de la política. En este asunto se produce una confusión interesada cuando se sostiene que unos acontecimientos de naturaleza política no pueden ser sometidos a la justicia. Está claro que aspirar a declarar la independencia de Cataluña es un hecho político, pero eso no excluye que en el proceso para conseguirla se cometan delitos que deben ser sustanciados por los tribunales. Admitir que hay un problema político que debe resolverse políticamente no elimina la intervención judicial para esclarecer presuntos delitos.

Quienes sostienen que la justicia no pinta nada en este asunto y que lo que se está juzgando en el Tribunal Supremo es una peculiaridad de la democracia española no resistirían un examen comparado. ¿Alguien cree que en países como Francia o Alemania unos hechos semejantes a los ocurridos en Cataluña no serían juzgados en los tribunales? Es inimaginable.

O sea, que la cuestión no está en la judialización de unos hechos que perseguían un fin político, sino en si en ese proceso se cometieron delitos, más allá incluso de si se violaron las leyes. Eso es lo que deben decidir los siete magistrados de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo y establecer si los delitos de que se acusa a los procesados se ajustan a derecho.