Es evidente que los partidos están llenos de finos analistas. Por ejemplo, los independentistas sostienen con todo el cuajo que los no independentistas son “todos iguales”. No hay, aseguran, ninguna diferencia entre Vox, PP, Ciudadanos o PSOE. En ningún sentido. Que un forofo del Barça pueda defender (a gritos) que siempre que pierde su equipo es por culpa de los árbitros, se comprende, porque los aficionados al fútbol no lo son tras un acto de profunda racionalidad. Que el mismo tipo de fanatismo pueda darse entre un entusiasta de la CUP o de Junts per Catunya, puede pasar. Después de todo, como bien mostrara Jason Brennan, hay mucho simpatizante político que lo es con la fe del carbonero, más allá de cualquier tipo de razonamiento. Que afirmaciones de este tipo las hagan políticos profesionales resulta más preocupante. ¿De verdad es lo mismo indultar que no indultar, dialogar que no dialogar? ¿De verdad es lo mismo defender el derecho de las mujeres al aborto que pretender que tengan que ser madres aunque sea a consecuencia de una violación? ¿De verdad es lo mismo invertir en escuela o sanidad públicas que pulirse ese dinero en banderas de gran tamaño?
Este tipo de simplificación se ha generalizado en los últimos tiempos. La practican los independentistas, pero también dirigentes de otros partidos. Para Pablo Casado, hombre de profundas convicciones y formación convalidada, no hay diferencia entre ETA y el PSOE ni entre la CUP y el PDECat. No estudiar es lo que tiene.
Es evidente que no toda la derecha es idéntica, aunque tenga puntos en común. Tampoco lo es toda la izquierda ni lo son todos los independentistas. Que no se quiera ver así y se predique lo contrario se debe a que no pocos partidos han puesto sus mensajes en manos de departamentos publicitarios, los Iván Redondo y Miguel Ángel Rodríguez de turno.
Los partidos siempre han tenido estrategas y responsables de comunicación, como los bancos o los fabricantes de chorizos (en el sentido literal del término chorizo). Hasta hace un tiempo, estos asesores recibían instrucciones para difundir la imagen del partido, destacando sus diferencias respecto a otros pero siempre dentro de ciertos límites. Se comprende que incluso para un publicitario resulta muy difícil promocionar la sobrasada como adelgazante. En algún momento hay que hablar de los propios méritos. Salvo en política. En los últimos tiempos, los dirigentes políticos se dedican a exhibir casi en exclusiva los defectos del otro. Y si no es un defecto, no importa: los expertos publicitarios conseguirán presentarlo como tal. La función de quienes intervienen en los parlamentos no es ya buscar soluciones sino destacar la mala fe del otro. Siempre. En lo que sea. Y, claro, si se empieza llamando al rival ladrón y mala persona, incluso asesino, resulta luego muy difícil justificar el diálogo y el pacto con ese diablo.
Se ha producido una inversión de poderes. Hasta ahora los publicitarios cobraban por promocionar las consignas que defendían los dirigentes de una organización; ahora, estos dirigentes se dedican a reproducir las consignas de los publicitarios, crean en ellas o no. Porque resulta muy difícil creer que todos los políticos son unos botarates incapaces de pensar por cuenta propia. La descalificación sistemática, en el fútbol, es grave y ya se ha visto que acaba muchas veces en enfrentamientos; en la política resulta inaceptable. Pero hay muchos políticos que han hecho carrera escupiendo vinagre, insultando al contrario e incluso al vecino: Carles Puigdemont, Oriol Junqueras, Laura Borràs, Cayetana Álvarez de Toledo, Alfonso Guerra, Albert Rivera, Isabel Díaz Ayuso, Vox en pleno son políticos de los que es difícil recordar una propuesta constructiva.
Algunas de estas personas, cuando hablan en privado parecen razonar adecuadamente, pero es ponerles delante un micrófono y transformarse hasta tal punto que no les importa aparecer como un mal analista, peor incluso, una marioneta al servicio de mensajes publicitarios, por incoherentes que sean. Y ya se sabe que la publicidad vende cualquier cosa.
Cabe, claro, que algunos dirigentes políticos estén negados para hacer análisis precisos y ajustados y se encuentren a gusto chapoteando en el barro de la descalificación y el insulto. Sería una catástrofe, pero conviene no desdeñar la posibilidad. Explicaría por qué la tendencia a la grosería se mantiene al alza.