Es el título de una magnífica película de Jean-Luc Godard. Spoiler: termina mal. Después de meses y meses de un espectáculo que el país no merece, parecería que finalmente la ficción de unidad independentista se ha dinamitado. El procés está muerto, ahora falta saber cuánto dura el entierro. Quizás con más etapas que el sepelio de Isabel II. Que el socio de Gobierno te amenace con una moción de confianza en pleno debate de política general es sin duda un exceso que el presidente de la Generalitat no podía aceptar si quiere mantener una mínima dosis de autoridad.

La personalización de las desavenencias con el cese del vicepresidente y máxima figura de Junts dentro del Govern es más que una invitación a que se marchen. La situación era insostenible no desde hace meses, sino casi desde sus inicios. Desconfianza, deslealtades, posiciones confrontadas, bloqueos, desgobierno... Resultaba evidente que la estrategia de ERC de mantener la independencia solo como objetivo final, pero dedicándose al realismo de gobernar y concertar algunos avances con el Gobierno por medio de la mesa de diálogo, tenía poco que ver con pretensiones de declaraciones unilaterales de sus aliados que tampoco explicaban cómo pensaban llevar a cabo. La estrategia de Junts ha sido la de hacer continuas afirmaciones grandilocuentes sin posibilidad de materializarlas, manteniendo la ficción y el engaño inicial en que se basó todo lo que ocurrió en el 2017. Puro voluntarismo sin posibilidad alguna de factibilidad. Afortunadamente, ERC, aunque con dudas e idas y venidas, decidió abandonar el callejón sin salida.

Junts ha sido durante este tiempo una auténtica olla de grillos, con postulados y estrategias internas difícilmente conciliables. Incluso algunos de sus líderes parecen representar posiciones confrontadas y contradictorias a lo largo del día. Se habla de un alma convergente, derechista y realista, con vocación de gobierno y de pretender la estabilidad. Algunos de sus consejeros realmente parecen tener esa manera de actuar. Pero de forma obvia son minoría en un partido convertido en una agregación donde predomina lo emocional y que Carles Puigdemont se ha cuidado de llevarlo a una actitud rupturista y antisistema. Casa bastante mal hablar seriamente de presupuestos y al mismo tiempo hacer ruido de proclamas del tipo “lo volveremos a hacer”. Directivos de La Caixa y radicalismo independentista no es que casen mal, sino que no resultan creíbles. Puro dislate.

En el otro extremo está el egocentrismo sobreactuado, casi naíf, de Laura Borràs y su club de fans. Víctima del personaje caricaturesco que ha creado, no ha dudado en llevar al Parlament al descrédito más absoluto. Es alguien que no encaja en una estructura de partido, ni siquiera en uno tan diverso y plural como Junts. Tiene vocación de liderar un movimiento personalista a su alrededor. Posee ínfulas de Evita Perón de clase alta y puede acabar siendo la versión catalana de Giorgia Meloni. En medio de tanta diversidad e inflación de egos, una persona sensata como Jordi Turull ha intentado embridar a un partido imposible y una serie de estrategias impracticables. Convergencia y el ecosistema convergente al que a menudo se apela ya no existen. Deberían asumirlo. Se acabó cuando Artur Mas se encaramó a la ola independentista para evitar ser desbordado.

En un país en el que la política fuera por caminos más convencionales, racionales y razonables, el Gobierno habría finiquitado el miércoles por la noche. Pere Aragonès podría optar por ir a elecciones o alargar un poco la legislatura para esquivar las inminentes elecciones municipales y españolas, obteniendo un apoyo parlamentario discreto del PSC y de los comunes. Probablemente esto irá así, pero aún viviremos múltiples episodios de enfrentamiento fraternal del independentismo. En Junts, están obsesionados con liderar el movimiento y nunca han aceptado que los resultados electorales dijeron otra cosa. No se irán del Gobierno de forma fácil y, si al final lo hacen, el calvario para ERC puede ser muy duro. Prolongarán como sea el conflicto diga lo que diga su militancia. El resultado, bloqueo y un in crescendo de grotesco espectáculo en un país dividido, empobrecido y falto de competitividad y, sobre todo, de un proyecto de futuro creíble. Lo hemos vivido en la celebración del 1 de octubre y lo constataremos en las múltiples conmemoraciones que aún nos esperan. Proclamas emocionales en sesión continua, práctica del irredentismo e instalación en la irrealidad. Se tensionó y fracturó a la sociedad catalana de manera más que excesiva no solamente en 2017, sino desde 2012. Se vulneraron las normas básicas de la democracia, se engañó a la gente y se llevó al país al descrédito y a la frustración. No hay nada que celebrar. Pero lo que es seguro es que, si pueden, lo repetirán. Nacionalpopulismo en estado puro.