A fuerza de fijarnos en las neofeministas y en sus reveses, acabamos por perder de vista a las feministas sin prefijo. Las que realmente creen en la igualdad para todos, y no en una a geometría variable. Las que exigen una mesa más grande, y no el asiento de otro. Estas feministas son numerosas, y no son tan mayores; pero son mucho menos famosas que un puñado de influencers o de políticas recientemente convertidas al feminismo. En Francia, en estos últimos meses, podemos redescubrirlas gracias a la batalla contra el neofeminismo. Pienso en el libro de Martine Storti, Por un feminismo universal (editorial Seuil), o el de Fatiha Agag-Boudjahlat, Combatir el velo (Editions du Cerf), y a dos autoras más que han tomado recientemente la pluma.

En La Paz de los sexos (Editions de l’Observatoire), Tristane Banon planta cara al pseudofeminismo y a la tentación victimista. Banon, que muchos descubrieron como frágil víctima de Dominique Strauss-Kahn [en 2011], rompe su silencio con estas palabras: “En el tablero de las víctimas, mi caso es una referencia: un caso de libro. Mi historia legitima todos los excesos; me han convertido en el brazo armado de un combate que rechaza todo matiz, en el instrumento de una guerra que no es la mía”, denuncia. La guerra que sí es la suya consiste en batirse contra las agresiones sexuales, en escuchar a las víctimas, sin confundir la revancha, la moral y la justicia.

Fracturas

El de Banon es un manifiesto que requiere sangre fría y lucidez, sobre todo si se tiene en cuenta que la autora sufrió las burlas y el acoso de la jauría, por denunciar antes del #MeToo. Ahora que vuelve a ser el sujeto de su propia historia, Banon esquiva con gracia la etiqueta de “víctima de por vida”; su exigencia es únicamente la igualdad. Decidida pero atenta a los matices, Banon subraya la falta de apoyo a Mila [joven lesbiana bajo protección policial, amenazada de muerte por islamistas, por haber criticado la religión musulmana], defiende la presunción de inocencia, se niega a calificar como “feminicidio” un asesinato que no tiene que ver con el sexo de la víctima, fustiga el velo elevado a moda, la tentación del puritanismo, y la llamada cancel culture.

Son alertas que comparte otra luchadora, Christine Le Doaré, menos conocida, pero que combate desde hace años el sexismo y la homofobia. “Juntas dimos la batalla por el Pacto Civil de Solidaridad (PaCS) [unión de hecho en Francia, aprobada en 1999], yo como presidenta del Centre gay et lesbien (CGL) de París y ella al frente de SOS Homophobie”.

Su libro, edificante, señala con tristeza las múltiples Fracturas (Éditions Double Ponctuation) que dividen hoy al movimiento feminista y LGTBQIA+, una sigla tan larga que se ha vuelto impronunciable. Sobre todo, en lo relativo a la prostitución, la cuestión trans o el velo, donde el enfoque feminista y universalista molesta en ciertos entramados, religiosos o mafiosos, que prosperan en el seno de las minorías. Sus intimidaciones se disfrazan de rebelión moderna e interseccional, pero esconden en realidad la vieja disyuntiva patriarcal para las mujeres: o puta o con velo. Es una prueba más de que nadie nace víctima ni verdugo. Y de que alguien que pertenece a una minoría puede ser un opresor como cualquier otro.