Cuando la marea feminista desbordó las calles en marzo de 2018, era difícil imaginar que un año después formaciones políticas que ponen en cuestión los derechos de las mujeres habrían conseguido no sólo entrar en nuestras instituciones, sino también condicionar a otras fuerzas políticas.

La decisión del PP y de Ciudadanos de llegar a un acuerdo con Vox para formar gobierno en Andalucía ha significado legitimar una formación de ultraderecha que tiene entre sus principales objetivos eliminar las leyes que intentan combatir la violencia de género y que incluso niega que ésta exista.

Es un pacto que ha abierto el camino a que se relativicen cuestiones que formaban parte del consenso colectivo y del avance democrático de nuestra sociedad. Pero también ha puesto en la diana al propio movimiento feminista, al que han comenzado a atribuírsele todo tipo de males y planteamientos que le son ajenos.

Tildar, por ejemplo, la huelga del 8 de marzo de “anticapitalista”, o sacar un manifiesto de “feminismo liberal” que acusa al feminismo de plantear una “guerra de sexos”, como ha hecho Ciudadanos, son claros ejemplos del intento de descalificar un movimiento que ha conseguido avanzar en los derechos de las mujeres gracias a décadas de lucha. Que se ha convertido en una movilización a nivel global gracias a las nuevas tecnologías que han puesto en contacto a mujeres en todo el mundo que comparten problemas similares como la feminización de la pobreza, la brecha de género o los roles de género.

Las jóvenes que el pasado 8 de marzo levantaban carteles con mensajes casi idénticos en ciudades de cinco continentes distintos no pedían libertad. Reivindicaban cuestiones que no se resolverán dejándolas al libre arbitrio del mercado y que han estado presentes desde los inicios del movimiento feminista. Porque la realidad es que las mujeres no sólo seguimos sin ser libres en el siglo XXI para decidir sobre nuestras vidas, como quiere hacernos creer el nuevo liberalismo. Estamos condicionadas, entre otras cosas, por nuestra situación social, económica y cultural. Crecer en un determinado entorno determina a las mujeres a ejercer los trabajos más precarios, a quedarse en casa o a trabajar a tiempo parcial para cuidar de los niños, niñas y personas dependientes. Las condena a no disponer de autonomía económica o poder tener una pensión digna. En países más pobres incluso les impide el acceso a los alimentos: en las crisis alimentarias son las mujeres las primeras que dejan de comer.

El feminismo no excluye a los hombres ni plantea una guerra de sexos, como afirma el “feminismo liberal” de Ciudadanos. Desde sus inicios, el movimiento ha estado formado por hombres y mujeres. La declaración de las sufragistas de Seneca Falls de 1848 --un texto fundacional-- fue firmada por 30 hombres y 70 mujeres. Y sigue manteniéndose ésta proporción. Ni entonces ni ahora, el movimiento ha afirmado tampoco que todos los hombres son unos maltratadores, como señaló Inés Arrimadas en una reciente entrevista con Pepa Bueno. Lo que sí constata es que la desigualdad provoca situaciones de abuso, por ejemplo, cuando una mujer es víctima de violencia machista y no puede escapar de su agresor porque depende económicamente de él.

Quizás una de las afirmaciones más desafortunadas del decálogo de Ciudadanos es afirmar que “el feminismo es necesario en España y en Europa”, como si sólo las mujeres del Primer Mundo contaran. Estaría bien subrayar que las manifestantes que salieron a las calles el 8 de marzo reivindicaban no sólo sus derechos sino también los de las mujeres que sufren graves violaciones en todo el mundo. Las que son lapidadas en Afganistán o que sufren mutilación genital en África. Las que se han convertido en víctimas de violaciones colectivas como arma de guerra. O las que sencillamente no tienen acceso a la salud o la educación por ser mujeres.

En su reciente libro El mito de la libre elección, la filósofa Ana de Miguel nos recordaba que la teoría feminista es una teoría crítica del poder y no una teoría neoliberal acerca de la preferencia individual. Y es así porque difícilmente alcanzaremos la igualdad afirmando que el mercado recompensará a las mujeres que sepan aprovechar las oportunidades. Porque no todas tenemos esas oportunidades ni la libertad para elegir. No la tienen, desde luego, las miles de mujeres que son víctimas del tráfico de personas y que llegan desde países más pobres para alimentar el negocio del sexo y la prostitución. O las inmigrantes sin papeles que se ven obligadas a trabajar de cuidadoras o en el servicio doméstico sin contrato y por sueldos que en muchos casos no superan los 343 euros.

Las formaciones que afirman ahora que son feministas a su manera y que además, repiten una y otra vez que no están dispuestas a recibir lecciones de feminismo de nadie, no hacen ningún favor a la igualdad. Si el feminismo se ha puesto de moda y sus propuestas no coinciden, sería más honesto reconocer que no están en esta ola, aunque comparten algunas de sus demandas. Sería más coherente que en vez de sacarse de la manga inventos oportunistas, no pactaran en nuestros parlamentos con diputados y diputadas que afirman que las mujeres presentan denuncias falsas para perjudicar a sus parejas. El feminismo no es una camisa de fuerza y admite matices. Pero difícilmente existirá el feminismo que pacta con Vox.