El ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, decía el domingo que la evacuación de españoles de Afganistán se haría con serenidad porque había tiempo. Pero menos de 24 horas después, los talibanes tomaban Kabul, mientras los dos aviones españoles que han de repatriar a 200 personas hacen escala en Dubai. Una lentitud exasperante rayana con la del presidente norteamericano, Joe Biden, aunque él tiene un contingente de varios miles de hombres en la capital de Afganistán para asegurar la evacuación de los suyos. Biden dice ahora que sus marines no son una fuerza contrainsurgente: “la guerra tiene que hacerla la población afgana”. ¿Dónde queda la compasión prometida en su toma de posesión?

De momento, Kabul es la Saigón rodeada de 1975, pero no sabemos en qué momento se convertirá en una nueva Phnom Penh, la de los jemeres rojos de Camboya que dejaron un rastro de sangre jamás visto. Kabul es una isla abandonada. Por no haber no hay ni hotel de prensa y agregados; aquel sobrio Intercontinental de Kabul de hace una década ha desaparecido. La ciudad no tiene el Hotel Commodore de la Beirut acosada por la interminable guerra del Líbano, ni un Holiday lleno de enviados especiales, similar al que tenía Sarajevo sitiada por los chetniks serbios en 1992.

La guerra de los talibanes es anónima, el mejor pretexto para el crimen. Son hordas dominadas por mandarines que ahora presentan al líder moderado, Ahmed Shah Masud: “Amnistía para todos; no habrá venganzas; y las mujeres tienen su sitio en la sociedad afgana”; primero dijo. Pero tanto miedo dan que, al Gobierno saliente de Hamid Karzai, la fuga le pilló con lo puesto; se llevó todo el dinero afanado metido en helicópteros y los billetes que no cabían se quedaron volando por las atalayas. ¡Ojo!, esto lo dice Zamir Kabulov, el alto representante del presidente ruso, Vladimir Putin, una fuente digna de toda desconfianza. Pekín y Moscú se confirman como los gendarmes internacionales de Afganistán. A falta de una versión oficial española, ya somos legión los que nos creemos la versión de los rusos por muy raros que sean. La UE naufraga en plena canícula; Merkel habla de hacer frente a la crisis migratoria que se avecina y reconoce que les han pillado por sorpresa; Macron, como casi siempre, no dice nada: “tenemos que impedir que Afganistán se convierta en un oasis terrorista”. ¿Y qué ha sido hasta ahora?

Ahmad Masud, el hijo del llamado León del Panshir, Ahmed Shah Masud, ha hecho un llamamiento a la resistencia frente al dominio talibán y pide ayuda para conseguirlo “a todos los amigos de la libertad”. A buenas horas, mangas verdes, después de los billones invertidos en armamento que se han perdido por el camino y han ido a parar a depósitos de paraísos fiscales. Masud ha publicado su proclama en el semanario francés L'Express y en la revista La Règle du Jeu, dirigida por el escritor y filósofo Bernard-Henri Lévy, siempre tan antropológico y elegante. Masud dice “les haremos frente”; por lo visto, este príncipe habita en el mismo espacio-tiempo que Bolaños. Pero, hombre de Dios, si los talibanes ya llevan 72 horas en la capital y custodian los palacios auríferos de las élites destronadas, como si fueran el ejército de Pancho Villa. Sus últimas estampas palatinas son tristemente cinematográficas. El record batido por sus soldados, entre Kandahar y Kabul, se debe a la rendición incondicional de las tropas institucionales afganas.

Todo era sabido, pero lo más inesperado ha sido la lentitud de las misiones diplomáticas y humanitarias occidentales. Los talibanes controlan las carreteras de acceso y en el aeropuerto de Kabul mandan los marines norteamericanos. Se impone el repliegue. Pero no nos engañemos, muy pronto se impondrá la sharía (literalmente “camino de la paz”; sarcasmo cruelmente paradójico), la ley coránica que invisibiliza a las mujeres, el colectivo heroico que conmueve al mundo. Mientras nos corroe la impotencia, en Moncloa, Bolaños habrá puesto los relojes en hora, digo.