Es lo que debió pensar la joven estudiante de periodismo abroncada hace unos días por Ada Colau: “Qué felices somos cuando nos dejan”. Todo por preguntar por la evolución de su vestimenta y el hecho de que lo haga de forma bastante diferente de como lo hacía. “Me visto como me da la gana” fue la respuesta de la candidata de los comunes a la alcaldía. Es evidente: cada cual puede ataviarse como le apetezca. Tampoco veríamos normal que la edil presidiera un pleno municipal ataviada de abeja Maya o de activista antidesahucios con mallas verdes como hace años.

Todo el mundo tiene derecho a cambiar, incluso en la forma de vestir, y adaptarse a las nuevas circunstancias personales.  Ahí tenemos, por ejemplo, a Pedro Sánchez en modo look casual  luciendo unos pantalones tejanos y un jersey de cuello cisne en la Internacional Socialista que le ha encumbrado a la presidencia y ha pasado sin pena ni gloria informativa al menos hasta el momento de escribir estas líneas. Que se sepa, nadie le preguntó por ello. Lo sorprendente es la reacción de su socia, que suele controlar sus emociones e interpretarlas en público para su parroquia. Quizá sean los nervios por la campaña electoral y sus inciertos resultados, el fiasco de sus aspiraciones a dirigir ONU Habitat o simplemente el reflejo del nerviosismo general de los ciudadanos barceloneses, sometidos a la dura prueba de la movilidad, la suciedad, las obras por doquier, la inseguridad…

También es cierto que el nerviosismo parece haber tomado cuerpo en la sociedad, sin duda por motivos mucho más prosaicos que la forma de vestir de cualquiera de nuestros dirigentes y parlamentarios. Está claro que seríamos más felices si nos dejasen en paz. Sobre todo ahora que se muestran tan dados a los excesos verbales como pudo verse en el tono tabernario que alcanzó el último pleno del Congreso, especialmente animado por Vox empeñado en reanimar a Irene Montero. La hipérbole se ha puesto de moda y parece necesario un paso adelante porque el presente se ha quedado anticuado.

De momento, lo único que observamos en Barcelona es un denodado esfuerzo por poner el Eixample patas arriba. Quien quiera que recorra la calle Consejo de Ciento, y digo bien “recorrer” porque “pasear” es hoy imposible salvo hacerlo en modo gincana sorteando máquinas y obstáculos de todo tipo. Las obras para lo que han llamado “ejes verdes” implican actuaciones, además de en Consejo de Ciento, en las calles Girona, Rocafort y Conde Borrell, incluidos cuatro cruces octogonales que se transformarán en “plazas verdes” Hay zonas en las que se trabaja hasta los sábados, atronando los oídos de los vecinos y visitantes sumidos además en una nube de polvo. Esta prisa no se sabe si responde a un retraso en la planificación municipal que podría poner en riesgo el “corte de cinta inaugural” antes de las elecciones o para eludir el hastío y malestar de los ciudadanos afectados directa o indirectamente, con las correspondientes repercusiones en los comicios municipales.

Cabe la pena preguntarse qué ocurriría si algún juez ordenase la paralización de las obras. Si el caos está ya garantizado, lo estaría mucho más, dejando en el centro de la ciudad una especie de adefesio urbano horizontal a modo de monumento conmemorativo de la incompetencia municipal. Todo ello se licitó en diez lotes por un valor de 50 millones de euros que, sin lugar a dudas, será superior. Según un experto, podremos contemplar una desviación en torno al diez por ciento “para que las obras avancen sin crear problemas preelectorales, vía presupuesto de obras para acelerarlas o contratando al Mago Pop para que no se vean los desaguisados”.

Si lo que se hace ahora ya empieza a colapsar Gran Vía y la calle Valencia, además de otras vías adyacentes, lo peor está por venir. Si una conjunción astral o la división del voto en no sabemos aún cuantas candidaturas hacen que los comunes vuelvan a gobernar la ciudad, nos encontraremos con una segunda fase de ejes e islas verdes que extenderá el lío a 16 calles más. ¿Cuánto costará la broma? Pues teniendo el coste actual y los efectos nocivos de la inflación, el coste final podría estar en torno a los 325 millones de euros según estimaciones de algún especialista. Todo ello, sin estudio previo de tipo alguno ni monitorización de cómo reaccionan las otras calles, siempre en aras de una supuesta ruralización del Eixample que diseño Ildelfons Cerdá hace siglo y medio.

Por si todo ello fuese poco, en lugar de la playa bajo los adoquines que se proclamaba en mayo del 68, estos genios han descubierto que debajo del asfalto y el cemento están los adoquines. Y claro: hay que recuperarlos. Uno a uno se dedicarán a pulirlos para pavimentar de nuevo las calles ahora reventadas, por más caro que resulte, para dejar un suelo ideal para resbalar y disparar las piernas al aire cual Anna Pávlova o Rudolf Nuréyev, según el caso. Un despropósito más, mientras Moncloa celebra a rienda suelta la aprobación de los Presupuestos y sin que esté claro qué ocurrirá con los de la Generalitat. ERC deshoja la margarita porque el fantasma de Junts es alargado, sobre todo el de Carles Puigdemont de quien acaba de concluir el abogado del Parlamento Europeo que su reconocimiento como eurodiputado fue “probablemente ilegal”. Cosa que suena a algo así como “estar un poco embarazada”.