A quien le importe una Cataluña con seguridad jurídica, pluralidad, más competitiva y estable, no le faltan motivos para el fatalismo desde hace ya quién sabe cuándo. Empeñarse en un acto de secesión que no tenía ningún futuro ni encaje en la ley, dejó a la Generalitat en manos de seres tan ineptos como Puigdemont y Torra, dando a pensar a muchos ciudadanos que la situación no tenía remedio. El fatalismo, sin embargo, es impropio de una sociedad abierta. Quienes decían que la inmensa mayoría de los catalanes deseaban la república catalana ahora explican que la vastedad de esa mayoría era un espejismo pero, en el mejor de los casos, todavía esperan la oportunidad para volver a hacerlo y con ese lema irán a las elecciones.

De hecho, el secesionismo, además de ahuyentar a inversiones, atemorizar a las empresas y exacerbar la tensión social, solo ha logrado la expansión de Vox en Cataluña, en lugar de constituir la república independiente. Si la inmensa mayoría, la mayoría ineluctable de los catalanes querían la independencia, ahora resulta que centenares de miles van a votar a un partido que, por vía constitucional --según dice--, reclama el desmantelamiento del Estado de las autonomías. De haber seguido estratégicamente concentrado en Cataluña, ¿qué perspectivas electorales tendría ahora el partido que con Inés Arrimadas logró ser más votado en las anteriores elecciones autonómicas? Ese fue un recuento electoral coincidente con la tesis augural de que "el català emprenyat" sería un alud imparable de votos provocados por los hurtos y fechorías perpetradas por Madrid, cuando no por la monarquía. Pero quien tuvo esa mayoría fue Ciutadans.

Incluso en el umbral de una votación en plena pandemia y entre olas de demagogia e incompetencia sin límites, sigue siendo más indicada la inquietud que el fatalismo, aunque en este caso esté sólidamente comprobado que --como dijo Karl Popper-- ningún argumento racional tendrá un efecto racional en un hombre que no quiere adoptar una actitud racional. Y en un Estado de derecho, desestimar la ley en el afán de propugnar una imposibilidad es un acto irracional o bien demagogia tóxica. Tras la aportación sustancial de Artur Mas, Puigdemont y Torra han desacreditado profundamente aquella Generalitat que fue, después de la Mancomunitat, una forma de salir al encuentro de una Cataluña que podía sentirse incómoda y que, de otra parte, nunca ha sido inmensamente mayoritaria. Además, la Mancomunitat y la Generalitat cuajaron como formas institucionales emanadas de los respectivos órdenes constitucionales en cada circunstancia. En la hora de la quinta generación de telefonía móvil, la inteligencia artificial y la robótica --la mejor vía para reindustralizar Cataluña--, ERC irá a las urnas con sus garabatos de lenguaje jurásico.