Una de las novedades de la última campaña electoral ha sido la incorporación a numerosos medios de comunicación de un instrumento cognitivo que permite a los votantes saber si los políticos están realizando propuestas o afirmaciones que se atenían objetivamente a los hechos. Durante uno de los debates entre segundas espadas, creo recordar, una cadena de televisión se remitía a una serie de colaboradores neutrales que fuera de la caverna platónica iban apuntando si los candidatos estaban siendo sinceros o trataban de manipular a los espectadores. En realidad, estamos ante una especie de ministerio de la verdad inverso tal y como lo planteaba Orwell en 1984, con el hándicap de que los pobres ciudadanos no tienen quien les advierta y proteja frente a la neolengua creada por los propios medios de comunicación.

Es preciso recordar que la verdad es un asunto que concierne a la democracia. De hecho, la Constitución Española, en su artículo 20.1 d), garantiza la libertad de comunicación siempre que la información sea veraz o, al menos, sea obtenida de forma diligente. Con ello, se asegura que el ejercicio de la soberanía por parte de la comunidad política sea lo más autónomo y libre posible. En el mundo de la posverdad, tendremos que llegar a algún tipo de consenso institucional para tratar de que las redes sociales no terminen haciendo saltar por los aires el proceso político y la expresión de la voluntad popular. El problema de fondo es que nos situamos en el contexto de una especie de guerra cultural, en el que los que tendrían que tener algún incentivo para promocionar la objetividad, declinan su responsabilidad en beneficio de intereses de diverso signo.

Yo mismo realicé hace un par de años, junto al profesor Francesc de Carreras, una carta titulada Cataluña: en defensa de la verdad, en el que pretendimos responder a un manifiesto de prestigiosos intelectuales internacionales (Gustavo Zagrebelsky, Judith Butler, Philip Pettit, Nancy Fraser, Étienne Balibar, Arjun Appadurai, Boaventura de Sousa Santos o Yanis Varoufakis), donde se denunciaba el triste papel del Estado en el 1 de octubre de 2017. Como es obvio, aquella carta no sirvió de gran cosa, más allá de su difusión en diversos medios y la consabida adhesión de numerosos amigos que por convicción o estado de ánimo puntual decidieron darnos su apoyo. Señalo esto porque, con posterioridad, el profesor Sánchez-Cuenca nos recriminó en uno de sus libros más recientes nuestra altanería académica y nuestro legalismo a la hora de afrontar la crisis territorial del Estado. Me tomé con deportividad el reproche: de hecho, dada la autoridad de quien lo hacía, se me quitaron por siempre las ganas de volver a liderar iniciativa política alguna.    

El eminente politólogo de la Carlos III es uno de los numerosos firmantes de otro manifiesto reciente titulado Vox y las Ciencias Sociales. Me parece un texto razonable y ponderado, donde se acusa a la formación de Abascal de tergiversar de manera palmaria datos y hechos con el objetivo de imponer “una agenda ideológica de nacionalismo extremo basado en la intolerancia, el racismo y la xenofobia”. Entre las adhesiones se encuentran además muchos profesores de universidades catalanas, que sin embargo no levantaron la voz colectivamente contra los bulos sistemáticos lanzados desde la Generalitat y los medios de comunicación públicos y privados, para legitimar el procés desde el año 2012. Acuérdense: el Tribunal Constitucional alemán imponía límites numéricos a la solidaridad, la Unión Europea avalaría la independencia de Cataluña incorporándola al club de manera automática, y la Corte Internacional de Justicia habría legitimado en el caso de Kosovo una “autodeterminación sostenida por medios democráticos y pacíficos”. Me van a permitir que no sea exhaustivo.

Muchas de estas posverdades fueron originadas en sede universitaria y después trasladadas a la opinión pública sin el menor pudor. Recuerden que una de las principales productoras de dicha opinión, Pilar Rahola, fue colocada como primus inter pares en el Consejo Asesor para la Transición de Cataluña, órgano formado mayormente por catedráticos de universidad y que sirvió para dar ropaje académico a algunas de las fábulas manejadas por los líderes independentistas para convencer a la población de la necesidad de construir un Estado propio. A estas alturas, estoy con Lamo Espinosa o Dahrendorf cuando dicen que, si bien las ciencias sociales no pueden aspirar a la objetividad, dada la imbricación histórica del sujeto que piensa, al menos deberían trabajar con rigor, modestia y honestidad a la hora de proyectar el resultado de sus investigaciones en la sociedad para la que trabajan.  

Estos condicionamientos metodológicos y éticos no son suficientes cuando se entrecruzan variables materiales o incluso ideológicas: piensen en el triste papel de los rectores de Cataluña en la huelga fallida impulsada por el independentismo. En cualquier caso, diría que si nos escandalizan Vox y sus artimañas propagandísticas, pero mantenemos una actitud displicente con otro tipo de nacionalismos y populismos con artes muy parecidas, será que al final todo se reduce a tener la brújula moral correcta.