Nadie estaba preparado para comunicar una crisis sostenida en el tiempo durante semanas que amenazan en ser meses. Ni tampoco para gestionar continuamente decisiones urgentes con medidas discutidas, sin ninguna piedad, por exceso o por defecto. Lo más razonable es pensar que todos hacen lo que pueden y que difícilmente será suficiente en la perspectiva de una pandemia dispuesta a causar una desgracia humana y económica de magnitudes todavía imprevisible. Es más desconcertante que la comunicación del gobierno Sánchez, supuestamente una de sus virtudes, haya sucumbido en diversas ocasiones a la presión externa, y tal vez a la interna, modificando la secuencia lógica del proceso comunicativo hasta perjudicar aquello que se  pretendía poner en valor.

En todas sus intervenciones, Pedro Sánchez dedica la parte inicial al mensaje presidencial centrado en el venceremos unidos, después desglosa lo que va a aprobar el gobierno o lo que ya ha aprobado y finalmente atiende a las preguntas de los medios siempre interesados en detalles o en futuras decisiones. La síntesis de los diferentes modelos de comparecencia tiende a la confusión y a cierta decepción. Si, además, la mayoría de apariciones se producen con un retraso de varias horas sobre la hora fijada, se impone la suspicacia de la improvisación, de la que más tarde será acusado puntualmente por la oposición, sea o no cierta dicha presunción.

El discurso emotivo, patriótico, reclamando coraje para la resistencia, agradeciendo el sacrificio de los profesionales que arriesgan sus vidas para salvar las de los otros, asegurando a los ciudadanos la predisposición del gobierno a no ahorrar medios y esfuerzos para ganarle al virus y evitar la catástrofe económica requiere de ciertas reglas. Este tipo de discurso propio de un jefe de gobierno en estas circunstancias excepcionales debe transmitir sensibilidad, credibilidad y determinación para ganarse la confianza de la audiencia; poco que ver con el papel que corresponde al ministro responsable de explicar con detalle los acuerdos estudiados o aprobados y el alcance de los mismos.

El tono y el sentimiento exigibles para alcanzar efectos balsámicos sobre la angustia de la gente tampoco se avienen al formato de la rueda de prensa que nunca se sabe cómo acaba porque los intereses periodísticos pueden no coincidir con los del protagonista en aquel momento. Para eso se inventaron los mensajes institucionales.  Cada objetivo requiere su formalidad, su escenificación y sus gestos.

Tanto en el caso de la entrada en vigor del estado de alarma como en la del permiso retribuido recuperable, por ejemplo, la secuencia fue la siguiente: filtración de las intenciones del ejecutivo, comparecencia del presidente del gobierno para anunciar lo que iba a hacer sin poder dar unos detalles todavía por pulir, aprobación por el consejo de ministros, retraso en la redacción del decreto y en consecuencia de su publicación en el BOE y nuevas comparecencias.

El resultado, una sensación de duda, casi siempre atribuida a las diferencias entre los socios de gobierno, cuando no a la imprevisión, que contaminaron la relevancia y la audacia de las medidas. Y por el camino, una reunión virtual de la conferencia de presidentes autonómicos para explicarles lo que ya saben y aguantar sus críticas, posteriormente publicitadas con detalle para mayor desgaste de la autoridad del gobierno.

Sánchez es un político tenaz y optó por la centralización de la lucha contra la pandemia en un directorio muy reducido de ministros del que excluyó a sus socios de gobierno, asumiendo un riesgo político evidente. Y asumió su protagonismo indiscutible multiplicando sus discursos, en algunos momentos casi sin pausa, de tal forma que cayó inevitablemente en la repetición de contenidos, lo que perjudicó la solemnidad que exige este tipo de mensajes a la nación; como contrapartida, justificó sus apariciones continuadas con anuncios de nuevas medidas que todavía no estaban diseñadas y que le obligaban a repetir discurso cuando lo estuvieran, ahogando así, él mismo, las expectativas de sus palabras. Casi increíble, sabiendo como cuidan en Moncloa estas cosas.