En la mayoría de estados europeos, el sistema tributario está tan desarrollado que el ciudadano medio paga impuestos constantemente en cualquier acto de su rutina diaria por insignificante que sea, y, además, el sistema está diseñado para que éste no perciba su coste real en términos anuales más allá del impuesto directo sobre la Renta que paga al finalizar cada ejercicio, para que así, conciba que el estado del bienestar lo pagan otras personas más ricas o las empresas.

Para disimular esta carga impositiva real se utilizan diversas técnicas sofisticadas como: (i) obligar a multitud de recaudadores privados para que sustraigan o repercutan sutilmente el impuesto al contribuyente sin que éste llegue a asimilarlo anualmente en su integridad como en el caso del IVA; (ii) gravar dos o tres veces un mismo acto aduciendo que son hechos impositivos distintos pagados por diferentes sujetos pasivos como puede ser la compraventa de un inmueble en la que se grava al comprador por adquirir, al vendedor por lucrarse e incluso al terreno por incrementar su valor; (iii) utilizar palabras y conceptos distintos como cotizaciones, contribuciones, tasas, impuestos; (iv) y distribuir su recaudación entre diferentes administraciones y agencias para que cada una desarrolle su propio afán recaudatorio independiente con sus respectivos privilegios y objetivos.

Al final, todo este enorme desarrollo tributario esclaviza especialmente a la clase media trabajadora que a diferencia de otras clases no tiene ninguna opción de reducir su carga impositiva y acaba aportando casi un 50% de su esfuerzo laboral. Si ponemos como ejemplo un trabajador con el salario bruto medio anual en España de 24.000 euros, que son 1.715 euros mensuales en 14 pagas, su empleador sustraerá de su productividad laboral real que asciende a 31.440 euros la cotización a la Seguridad Social a cargo de la empresa que es del 31% (-7.440 euros), la cotización a cargo del trabajador del 6,35% (-1.524 euros). Si además este trabajador no tiene familia a cargo, pagará un IRPF del 14% (-3.360 euros) y de sus consumos medios un IVA promediado al 17% (-1.400 euros), y si, con mucho esfuerzo, consigue comprar un piso de segunda mano y un coche pagará también el impuesto de transmisiones patrimoniales (ITP), el Impuesto de bienes inmuebles (IBI), el impuesto de matriculación, el de circulación, el de hidrocarburos, el de seguros, el eléctrico, y otros que ya no menciono pero que podemos promediar en su conjunto anual en otros -1.500 euros aproximadamente.

En total, dicho trabajador habrá aportado al sistema público, sin ser plenamente consciente, el 48,4% de su productividad laboral, y, sin embargo, al final de cada año, cuando confirme su declaración de la renta, este trabajador sólo pensará que ha pagado el 14% de su retribución salarial, por lo que como individuo percibirá que le compensa sobradamente el estado del bienestar pues sus beneficios son superiores al coste directo percibido.

Con dicha percepción, el estado se asegura que toda la población está dispuesta a sufragar o incluso incrementar todavía más el estado del bienestar, pues el coste de cualquier beneficio adicional queda disimulado en el sofisticado sistema tributario, aunque, en realidad, este incremento está exprimiendo y extinguiendo a la clase media trabajadora que ya tiene nula capacidad de ahorro y le cuesta incluso llegar a final de mes, por lo que ya algunos optan con cierto sentido por la tendencia de dejar de contribuir al máximo de sus posibilidades y vivir total o parcialmente a costa del estado del bienestar.

Esta misma carga impositiva de casi el 50% es la que tendrán que afrontar ya de inicio los jóvenes que hemos formado en nuestras escuelas o universidades y que deberían incorporarse al mercado laboral en los próximos años, soportando además el peso de una pirámide poblacional invertida y un estado sobreendeudado por sus progenitores, por lo que muchos de ellos, los más libres y mejor preparados, buscarán sin duda nuevos territorios más atractivos donde puedan iniciar sus proyectos personales o familiares en mejores condiciones; y los que no puedan, deambularán en solitario y sin proyecto por todo el territorio nacional buscando las escasas y precarias oportunidades laborales que les ofrezcan empresas intensivas en trabajo poco cualificado, ayudados por sus familiares o subvencionados por un Estado diezmado económicamente, si es que no optan ya directamente por ocupar o apropiarse de los recursos ajenos de sus mayores ante la parsimonia de un Estado agotado y sin rumbo.

Sin jóvenes cualificados que trabajen y aporten no hay futuro posible por lo que nuestra supervivencia como sociedad en un mundo globalizado y sin fronteras dependerá de revertir ya esta dinámica perversa y ofrecer a éstos un territorio atractivo, competitivo y sostenible donde poder desarrollarse dignamente y poder sostener sus familias con un estado de bienestar justo y equilibrado, liderado por políticos cabales y competentes y gestionado por una administración bien dimensionada y eficiente.