El exilio forma parte de la identidad hispánica, además de poseer una indudable carga emocional. La cifra de más de tres millones de exiliados desde el siglo XV es orientativa del gran impacto humano, cultural y económico de estos destierros. La nómina es larguísima e inabarcable: judíos, conversos, moriscos, protestantes, felipistas, austracistas, borbónicos, jesuitas, afrancesados del XVII y del XIX, liberales, progresistas, demócratas, carlistas, internacionalistas, cantonalistas, anarquistas, republicanos del XIX y del XX, monárquicos, antifranquistas, etc. Aunque, sin duda, ha sido el éxodo republicano desde 1936 el que ha generado más bibliografía.

Para Henry Kamen, España ha sido secularmente deficitaria por su reiterada incapacidad para incorporar con normalidad a sus élites intelectuales dentro de un modelo de cultura nacional. Pero el exilio no se redujo, ni aún hoy en día, a la dolorosa marcha al exterior, existieron y existen numerosos e incontables exilios interiores, ya fueran políticos, intelectuales, sociales o económicos. Es el “vivir desviviéndose” de las Españas desubicadas en su mismo seno, de norte a sur o de sur a norte. Es también el exilio de los que viven o han querido vivir al margen de la identidad exclusiva y excluyente, sea católica, españolista, vasquista o catalanista. Es el exilio de esos que han tenido que sufrir y siguen sufriendo las consecuencias de su asunción de una identidad plural, mestiza, no reduccionista. En ocasiones, son exiliados sin moverse del sitio, en otras poniendo tierra por medio.

A lo largo de la historia de España hubo exiliados porque hubo un sistema que construyó un régimen que marcó como heterodoxo a cualquier disidente

Por ello en el actual contexto de cierta “dejación de España” y, lo que es más grave, de “identidades proscritas” --en palabras de Juan Pablo Fusi--, es necesario conocer, con más atención si cabe, las reflexiones de los historiadores sobre cómo se construyeron las sutiles fronteras entre inclusismo y exclusión, sobre el sustrato de modernidad y racionalismo --si lo hubo-- que pudo fundamentar la limpieza étnica o ideológica que afectó a tantos españoles en diferentes contextos. Hubo exiliados porque hubo un sistema que construyó un régimen que marcó como heterodoxo a cualquier disidente. Pero también a la inversa, hubo pensamiento oficial porque hubo propuestas alternativas a ese orden y sus correspondientes discursos.

En una reciente encuesta de SocioMétrica para El Español se ofrecía un dato inquietante: el 14% de los catalanes se marcharía de Cataluña si se proclamase la independencia. Si extrapolamos esa cifra orientativa al conjunto de la población catalana, estaríamos ante algo más de un millón de personas planteándose exiliarse. En ningún momento, ni en términos absolutos ni relativos, se ha producido un éxodo de esta magnitud en la historia de España. Tan sólo el abrumador exilio económico --emigración, en versión eufemística-- de los andaluces durante el franquismo superaría en unos seis puntos ese porcentaje.

La duda es si ese exilio sólo se producirá si triunfa la República catalana, o si continuará --quizás con menor intensidad-- aunque fracase la independencia. Y digo continuará, porque algún día algún demógrafo podría investigar el continuo goteo de exiliados catalanes a otras partes de España que se inició ya a comienzos de los ochenta del siglo XX. Imposible saber cuántos se han quedado y han preferido, como en el franquismo, guardar silencio. Memoria democrática o, si se prefiere, datos para no olvidar cómo ha gobernado y triunfado el catalanismo al amparo del régimen del 78.